7. Bandidos marxistas y el folklore de la clase obrera
Bandidos pudo haber sido uno de los mejores libros del historiador británico E. P. Thompson. Allí se conjugaban varias de sus obsesiones: el concepto de clase como sistema de relaciones, la buena narrativa, la búsqueda de historias que parecían no haber conseguido hacer la historia, la lucha popular, la virtud de lo atípico como método para echar luz sobre las normas, la cultura de clase en su particularidad histórica, las formas históricas de la conciencia, por sobre todo la noción aprendida del político italiano Antonio Gramsci de que ese artefacto llamado “cultura” encierra múltiples formas de ejercer la hegemonía y el control social, y a la vez, diversas estrategias de renuencia y desafío: “Debe ser continuamente renovada, recreada, defendida y modificada ―escribió el crítico galés Raymond Williams acerca de la acepción gramsciana de hegemonía, que pronto no fue solo gramsciana sino también suya―. Asimismo, es continuamente resistida, limitada, alterada, desafiada”.
Había allí una idea: la insistencia en los procesos, los tira-y-aflojes, la imposibilidad de reducir la cultura a un rígido reflejo superestructural. Hoy suena obvio. Por entonces no lo era.
Por supuesto, Thompson no escribió Bandidos. De ahí que “pudo haber sido”. Bandidos es el libro de 1969 del también historiador británico Eric Hobsbawm. Si bien Thompson habría objetado las premisas, las conclusiones y el estilo intelectual de Hobsbawm, unas cuantas afinidades resultaban evidentes. No sólo por oficio y pasaporte; ni siquiera por la inevitable adscripción que las adjetivaba: marxista (crítica marxista, historia marxista, teoría marxista, análisis marxista, pensamiento marxista). Más bien por la posibilidad de trascender lo que se esperaba de una historia de cuño marxista a mediados del siglo XX y en las décadas inmediatamente posteriores, y al mismo tiempo, por la voluntad de comprobar cuáles eran sus límites. Qué podía ser dicho, o qué podía ser pensado, en nombre de una historia británica marxista.
La asociación tiene sus fundamentos. Hobsbawm escribió: “La mayoría de los bandidos que han llegado a ser figuras auténticamente famosas en canciones y relatos son personas de ámbitos y horizontes puramente locales. Sus nombres y los detalles de sus hazañas apenas tienen importancia. De hecho, para el mito del bandido, la realidad de su existencia puede ser secundaria”. Se refería a quienes Thompson llamó “las víctimas de la historia” y a su destino historiográfico: “Las vías muertas, las causas perdidas y los propios perdedores se olvidan”. Pronto Thompson se encogió de hombros: aunque no necesariamente, o al menos no para siempre. Esas vías muertas, esas causas perdidas, tal como lo había intuido Hobsbawm, se habían convertido en mitos incluso antes de ser reconocidos como sucesos públicos. Habían quedado inscriptos en canciones y relatos. Habían devenido en folklore.
En una conferencia dictada en Calicut, el 30 de diciembre de 1976, Thompson insistió en la conveniencia de prestar atención a los materiales del folklore. “No se trata de utilizar este material acríticamente, sino de emplearlo selectivamente en la investigación de cuestiones que los folkloristas anteriores han pasado por alto con frecuencia”. Luego seguían una serie de advertencias: que hay que ser precavidos; que no se debe olvidar que los folkloristas del siglo XIX no prestaron atención a las funciones de los fenómenos que registraban; y quizás, aunque Thompson no lo ponía en estos términos, que lo popular no habla por sí mismo sino a través de la voz de sus intérpretes doctos. Pues lo popular, por definición, y por la maravillosa maldición jesuita que Michel De Certeau arrojó sobre los estudios culturales, acaso no exista más allá del gesto que lo suprime. La condición epistemológica de un discurso sobre lo popular ―como las colecciones folklóricas, como la historia que Thompson pretendía practicar gracias al registro folklórico, como muchas de las historias que Hobsbawm juntó en Bandidos― es excluirse de aquello acerca sobre lo que se habla.
Hoy todo eso puede parecer una perogrullada, si no lo era ya en su momento. Pero había que ver sus posibilidades. Alguna vez el sociólogo Stuart Hall escribió que para entender a qué apuntaba Williams, para comprender qué problemas enfrentó y qué trampas intentó esquivar, debía prestarse atención a su diálogo subterráneo, casi silencioso, con posiciones alternativas no siempre identificadas con claridad. Lo mismo podía decirse de Thompson, y otro poco de Hobsbawm, pues, a la larga, se trataba de participantes de una misma conversación. Y estaba bien. Hizo la conversación más estimulante. También más provechosa: la conversación propuso herramientas, acaso miradas, no sólo directivas. Lo interesante es que te enseñaban a pensar, no que te enseñaban qué debías pensar.
Williams, Hobsbawm, especialmente Thompson, no tropezaron con una tradición histórica sino con dos: una tradición historiográfica nacional británica y una tradición teórica y metodológica marxista. De algún modo la ruptura fue más estruendosa con el marxismo que con la escuela histórica británica. La corriente marxista británica no propuso un quiebre teórico ni un cambio de objeto de estudio sino una visión diferente de la industrialización y de sus consecuencias: “La historia desde abajo”, el lema quedó grabado en el escudo de armas de la familia. Pero lo que la diferenciaba de la historia marxista tradicional, o en ese contexto, oficial, hacía tambalear tanto los andamios de la academia como del partido. Al poner el foco en los estudios del desprestigiado folklore y no en la prestigiosa economía, al entablar un diálogo con la antropología y por ende con su maleable objeto de estudio (el artefacto llamado “cultura”), se le decía no gracias a una historia construida sobre nociones mecánicas de base y superestructura, de determinismo económico, de positivismo, estadística y utilitarismo.
“En siglos anteriores ―escribió Thompson en 1991―, el término ‘costumbre’ se usaba para expresar gran parte de lo que ahora lleva consigo la palabra ‘cultura’”. Bregar por el estudio de las costumbres que los folkloristas de siglos anteriores habían recolectado, o según Thompson, que habían arrancado de contexto, luego clasificado y comparado de modo indebido, significaba poner en clave histórica al artefacto cultura. Y ponerlo en clave histórica implicaba situarlo como proceso en su contexto particular. Un modo de producción no puede reducirse a su dimensión económica; por el contrario, un modo de producción está hilvanado con relaciones de poder y dominación, de hegemonía, con la experiencia de las personas vivas, con las normas culturales experimentadas como hechos naturales y con lo que ocurre cuando se toma conciencia de la existencia de estas normas. Para el historiador que persigue los modos de producción de sociedades específicas del pasado (como las sociedades europeas industriales que interesaban a Thompson), el folklore es una herramienta indispensable de comprensión y análisis, la posibilidad de una “historia desde abajo”: si “costumbre” es otro nombre para referirse a “cultura”, entonces las costumbres compiladas por folkloristas son medios de acceso a modos de producción históricamente determinados. Una forma de hacer historia social. Desde abajo.
Todo este recorrido ya estaba codificado en La formación histórica de la clase obrera británica, el primer libro de Thompson, publicado en 1963. En este trabajo estudiaba el periodo enmarcado entre 1790 y 1832, cuando había ocurrido lo que el título proponía: la formación histórica de la clase obrera británica.
Cada palabra había sido pensada. Thompson lo precisó desde el prefacio mismo, fechado en Halifax en agosto de 1963. “Formación”, porque se trató de un proceso activo, relacional, en movimiento, con idas y vueltas: “La clase obrera no surgió como el sol, a una hora determinada. Estuvo presente en su propia formación”. El singular “clase”, en lugar del plural y más común “clases”, para evitar que el término descriptivo atrapara en un mismo saco un conjunto de fenómenos diferentes: sastres y tejedores, todos a la misma bolsa. Clase era entonces un fenómeno histórico que unificaba diferentes fenómenos, en apariencia, pero sólo en apariencia, desconectados. Había que dejar de pensar en estructuras y centrarse en relaciones, en personas reales y en contextos reales. La clase es una relación, no una cosa. Más de medio siglo más tarde cuesta trabajo imaginarse qué extraña sonaba esa hipótesis en el corazón de la corriente de pensamiento marxista.
Se daba por sentado que la clase era una cosa, “una realidad hasta cierto punto palpable”, como escribió con ironía Pierre Bourdieu. Al tener una existencia real, se la podía mensurar apelando a la economía, la estadística y la matemática: tanta cantidad de personas en determinada relación con los medios de producción. Establecido esto, podía establecerse qué consciencia de clase deberían tener esas personas si fueran conscientes de la posición que ocupaban en una estructura económica. Lo que más irritaba a Thompson era que esta definición tosca de “clase” se le achacaba a Karl Marx, cuando, según él, Marx había propuesto todo lo contrario. La clase, escribió, “no existe, ni para tener un interés o una conciencia ideal, ni para yacer como paciente en la mesa de operaciones del ajustador”. Si se detiene la historia en cierto tiempo, allí no hay clase, sino una colección de individuos con intereses múltiples; pero si se deja correr la historia, si se observa un periodo prolongado de cambio social, se verán sus relaciones, ideas e instituciones: “La clase la definen los hombres mientras viven su propia historia”, resumió Thompson, “y al fin y al cabo, esta es su única definición”.
El libro se volvió un merecido clásico del siglo XX. Si se quiere entender por qué la historia marxista comenzó a interesarse en las personas de carne y hueso, en sus prácticas cotidianas y sus anhelos, por qué Hobsbawm pudo escribir un libro como Bandidos, por qué Williams consiguió recuperar las artimañas gramscianas y por qué la cultura empezó a pivotear como eje de los estudios marxistas, incluso para mal, como cuando Žižek escribe libros sobre chistes, entonces hay que volver a leer, con fruición, La formación histórica de la clase obrera británica. En más de medio siglo no perdió ni un ápice de rotundidad, frescura, pertinencia e impertinencia. Cuando Thompson escribe, en el sexto capítulo, que la clase obrera no nació por combustión espontánea del sistema fabril, el lector no puede dejar de sonreír. Está todo ahí.
Así entonces
Hablando de Stuart Hall: en breve Duke Press publicará un nuevo libro de Stuart Hall. El libro se titula Selected Writings on Race and Diference. Como el nombre lo indica son intervenciones selectas de Stuart Hall acerca de las razas y las diferencias. La selección estuvo a cargo de Paul Gilroy y Ruth Wilson Gilmore. Lo cual está bien. Hall ya tiene algunos años de muerto. No podría seleccionar los textos por sí mismo. Podría intentarlo, pero seguro de que no llegaría a ninguna parte. Un problema de estar muerto.
Stuart Hall fue un sociólogo marxista británico de origen jamaiquino y tuvo mucho que ver con todo lo dicho arriba. Fue uno de los fundadores, en los años sesenta, de la Escuela de Estudios Culturales de Birmingham, y fue su director en su periodo más fructífero, o al menos el más definitorio, que fue en la década de 1970. Escribió montones de libros. Muchos se tradujeron al español, aunque a través de diferentes editoriales y en distintos países, lo cual le da un carácter un tanto errático. No hay una “Biblioteca Stuart Hall”. Quizás debería haber una.
Stuart Hall entró a las academias de América Latina un poco tarde. O no. Entró cuando entró. Que sí fue un poco tarde. No sucedió en los años sesenta ni en los setenta. Lo hizo de manera incipiente en la década del ochenta y con más ímpetu en los años noventa. Esto se debió a una combinación de circunstancias políticas e institucionales. Caída de regímenes militares, nuevas carreras universitarias, exploración de ideas y perspectivas que todavía no se habían difundido demasiado. O casi nada.
Así que Hall estuvo en ese paquete de libros, autores y corrientes que se leyeron con curiosidad en los años ochenta y con deleite en los años noventa. Curiosamente, o no tanto, su ingreso no fue a través de la sociología o la historia, tampoco de la antropología ni la política, sino a través de las (entonces novedosas) ciencias de la comunicación. Que tenían un poco de esto y otro poco de aquello: interaccionismo simbólico, antropología interpretativa, teoría crítica, postestructuralismo, crítica cultural marxista, etcétera. La Escuela de Birmingham estaba ahí en el medio de todo. La noción de que podía subvertirse el sistema hegemónico con un control remoto y una videocasetera era demasiado atractiva como para dejarla pasar. Hoy todos reniegan de haber pensado esas cosas. Hoy reniegan de aquel optimismo.
Estos nuevos escritos selectos van de 1959 a 2006. Casi medio siglo. Buena muestra. Paul Gilroy explica la selección en el prólogo. Dice que es un tiempo interesante para leer sobre razas y diferencias. Pues, como dice Gilroy que le gustaba decir a Hall: “Estamos, camaradas, en graves problemas”.
Y por fin
Y esto es todo por ahora. Las fotos de arriba son del exterior de un supermercado situado en una esquina de Adrogué, una localidad del suburbio sur que rodea a la ciudad de Buenos Aires. Como una galería espontánea de collages al aire libre. Jorge Luis Borges le dedicó muchas palabras a Adrogué: “En cualquier lugar del mundo en que me encuentre, cuando siento el olor de los eucaliptos, estoy en Adrogué", dijo una vez. Pero no dijo nada sobre los collages del supermercado.
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Y si llegaron hasta acá, gracias por su interés y por su tiempo.