Folly Beach: Nostalgia en el borde de América
Las islas tienen muchos mitos. Los isleños saben cómo resguardarlos y cómo convertirlos en narraciones coherentes para ellos mismos y para los demás. Pronto aprenden a vivir en esos mitos.
Es un domingo a la tarde en Folly Beach. Y como cada domingo a la tarde en Folly Beach abren el micrófono del Crab Shack para los músicos locales. No hay escenarios ni tarimas. Sólo se pide permiso y se enchufa la guitarra. Un tipo toca “I Can Hear Music”, la canción de Ronettes de 1966 que tres años más tarde Beach Boys colocó en una discreta posición de las listas de éxitos radiales. Le sale bien, o no, pero te obliga a escucharlo.
El público consiste en cinco o seis parroquianos que eligieron el sector al aire libre de la cantina para merendar mariscos y cerveza. Hasta entonces no prestaban mucha atención a la actuación. Ahora dejaron sus conversaciones y escuchan. Hay algo familiar en esa canción. Aunque la hayas oído hace mucho tiempo; aunque jamás la hayas escuchado antes.
En un rato se hará de noche. Los negocios cerrarán. Los escasos paseantes dejarán de pasear. Las calles casi vacías quedarán definitivamente vacías. El faro de Morris Island resplandecerá desde el noreste y no habrá ni un alma en la playa para verlo brillar. Es que los muchachos en bermudas y los señores con sombreros panamá, las chicas de shorts ceñidos y piel bronceada, las señoras en carritos de golf de alquiler y los músicos aficionados en patios de marisquerías podrían ofrecer una impresión diferente, pero ya es invierno en Folly Beach.
Es temporada baja.
La isla y la playa les pertenecen a sus habitantes.
Folly Beach es una pequeña localidad isleña de la costa atlántica del condado de Charleston, Carolina del Sur, en el sudeste de Estados Unidos. Tiene unos 2700 residentes permanentes y está unida a tierra firme por un único puente. Dicen que por situarse en una isla barrera, un cordón de arena largo y estrecho en paralelo a la costa continental, Folly Beach es “el borde de América”, si por “América” se entiende Estados Unidos y su idea hiperbólica de nación. Es un buen eslogan para imprimir en remeras y calcomanías. Folly Beach está repleto de eslóganes impresos en remeras y calcomanías.
Dicen también que Folly Beach es el último pueblo costero auténtico de América. Otro buen eslogan. “Auténtico” significa, aquí, excepcionalmente adaptado al mercado de la nostalgia. O del retro, más bien, porque la nostalgia es una demanda imposible de ser satisfecha por el mercado. Uno puede cenar hamburguesas en el Jack Rabbit Slim’s y ganar un concurso de twist, pero, como advierte una canción de Johnny Thunders que Ronnie Spector grabó tres décadas después de haber cantado “I Can Hear Music” junto a las Ronettes, nadie puede abrazar un recuerdo. No literalmente, al menos.
Desde Coney Island, en Brooklyn, hasta lo más profundo del sur del país, montones de localidades costeras apuestan a representar en el espacio público la añoranza compartida por un pasado al que se percibe como más honesto, sencillo y encantador. Apuntan, como escribió Maxine Swann en su novela Niños hippies a propósito de otra cosa, a replicar un mundo que se ha ido. Un mundo que era perfecto. Porque era el mundo antes de que el mundo cambiara.
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Todos los itinerarios posibles convergen en Center St. Es la calle principal del pueblo, el recorrido inevitable, el destino necesario. Sus seis cuadras abarcan el ancho completo de la isla. Para entrar o salir de Folly Beach hay que pasar por Center St. En un extremo la calle se conecta con el puente; en el otro extremo llega hasta el mar. Y si uno no es muy exigente con eso de las líneas rectas, si consiente que pueden ser un poco chuecas, entonces Center St. no sólo llega hasta el mar sino que se zambulle en el Atlántico a través del muelle.
Los comercios de la calle principal están construidos en madera, pintados con colores chillones y alegres, rematados con techos de chapas a dos aguas. En las paredes cubiertas de bambú de los bares cuelgan tablas de surf y los tragos se sirven en vasos cuyas ornamentaciones recuerdan los tocados de Carmen Miranda. Por todos lados despuntan referencias a la cultura tiki que, desde la posguerra y aún con altibajos, todavía domina el exotismo playero estadounidense.
Las tiendas están acicaladas con dibujos torpes de cangrejos, sirenas, piratas y chicas pin up. Sobre la puerta de un antiguo negocio de deportes, ahora un estudio jurídico, al lado del modesto edificio municipal, sobresale la cabeza de un tiburón. Las vidrieras exhiben ropa para surfistas, salvavidas inflables con forma de cocodrilos y bananas, equipos de pesca, todo tipo de remeras ridículas que sólo te atreverías a usar mientras dure el verano, o que sólo comprarías en invierno porque están a un cuarto de su precio habitual. Las casas de suvenires playeros ofrecen lo que se espera de las casas de suvenires playeros: objetos maravillosos fabricados con caracoles, piedritas y plástico fosforescente.
En los letreros vintage de los negocios no faltan frases inocentonas ni juegos de palabras con “Folly”. Follynesia, por ejemplo, un condominio donde “la Polinesia se encuentra con Folly Beach”; o Planet Follywood, un bar con la pared del frente ocupada por un mural de figuras hollywoodenses como John Wayne, Marilyn Monroe y James Dean. Un cartelito en la vereda señala: “Estacionamiento exclusivo para carritos de golf”.
Otros anuncios no se regodean en el kitsch ni el camp ni en lo cursi ni en ninguna nota de Susan Sontag; van directo al punto: “Cerveza aquí”, escribieron con tiza en una pizarra. En otra pizarra, al frente de un local de Taco Boy, dibujaron a Homero Simpson tirado en el sillón y anotaron la regla de los domingos: “Si no podés alcanzarlo, no es tan importante”.
En todas las veredas, junto al cordón de la calle, plantaron palmeras a una distancia equivalente. Tanto empeño en la simetría resulta conmovedor.
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La tienda de abarrotes Bert’s, abierta todo el día, todo el año, hace alarde de su lema: “Podemos dormitar, pero nunca cerrar. Frecuentada por gente rara, surfistas, skaters, borrachos reventados, jubilados, turistas, drogadictos, paseantes, jipis, hípsters y tipos comunes, Bert’s es la tienda de alimentos más rockera del pueblo”.
Por veinte dólares podés llevarte una remera con toda esta soflama.
Las calcomanías son gratis.
La mujer de la caja registradora marca los maníes con cáscara fritos (clásico sureño), las sopas de cangrejo (clásico invernal de Charleston) y las latas de Budweiser (clásico de la eficacia publicitaria del capitalismo moderno). Pregunta si el pedido es para la playa, lo es, entonces agrega unos papeles marrones para envolver las cervezas y ahorrarse las multas. Por las dudas. Es temporada baja y no hay muchos uniformados en bermudas caminando por la arena. Apenas se ven gaviotas y pescadores en reposeras. Y los surfistas del Washout, al norte de la isla.
Un muchacho con pinta de surfista del Washout cuenta las monedas para pagar un pancho, un hot dog.
―El café está recién hecho ―le avisa la mujer de la caja―. Servite uno.
El muchacho obedece.
La política de Bert’s es nunca dejarte a gamba: el café es gratis y los panchos cuestan 79 centavos. No importa si son las cuatro de la tarde o las cuatro de la madrugada, por menos de un dólar podés llevarte algo caliente al estómago. Y está científicamente probado que se puede tener una vida larga y feliz a base de cafés gratis y salchichas de 79 centavos.
―Cuando Bert Hastings abrió la tienda, en 1993, los panchos costaban 50 centavos. Lo que es la inflación, ¿no?
Eso comenta el profesor Nielsen sentado en un banco del muelle de madera. Está jubilado como docente de una carrera poco reputada de una universidad prestigiosa de Charleston. Pasa varias horas al día pescando. Se alegra si salen corvinas; si son barracudas, las devuelve al mar. Usa un gorrito tipo Piluso lleno de anzuelos.
―Los anzuelos son de adorno ―aclara.
El profesor Nielsen lo recuerda todo con asombrosa precisión. Donde está Bert’s, que abrió en 1993, estaba la tienda de Chris y Jerry. Donde está el Crab Shack, que abrió en 1999, estaba la estación de servicios de Doc. Donde está el viejo pub irlandés St. James Gate, que abrió en 2015, estaba el restaurante de la Asociación de Camaroneros de Carolina del Sur, que abrió en 2010, y donde hasta 2007 estuvo el 11 Center St., una anomalía culinaria en la isla porque servía tapas y vino en lugar de mariscos y cerveza. Donde está el Taco Boy, que abrió en 2006, estaba el Islander Shag Club, que abrió en 1997, y antes estuvo el Bingo Folly, donde los cartones de lotería costaban 10 centavos. A la cabeza de tiburón, por cierto de fibra de vidrio, la colocaron en 1991; la trajeron en camioneta desde Myrtle Beach y fue todo un acontecimiento en la isla. La tienda se llamaba Oceansports Surf Shop y abrió en 1982. En esa tienda inventaron el eslogan “El borde de América” para promocionar su negocio. Luego el pueblo se lo apropió para los folletos turísticos.
El profesor Nielsen recuerda que en 1989 hubo una inusual nevada. Justo antes de Navidad. Nadie se quedó en su casa. Todos salieron a ver la isla cubierta de nieve.
Sonríe.
Lo notable es la mueca vagamente nostálgica con la que cuenta estas cosas, pero también otras que no vivió, excepto que sea un vampiro o Christopher Lambert en Highlander. Comenta al pasar que el jardín de la cabaña en la que DuBose Heyward e Ira Gershwin compusieron la ópera Porgy y Bess en 1934 estaba colmado de azaleas, rosas noisette y camelias. Y lo dice como si Heyward, Gershwin y él hubiesen estado pescando en el muelle la tarde anterior.
Si se sigue el recuento del profesor Nielsen, nada en Folly Beach parece ser anterior a los años 90 del siglo XX. Nada de lo que ves en la isla existía cuando los Beach Boys pusieron “I Can Hear Music” en el puesto 24 del Hot 100 de Billboard. Ni siquiera el Washout, el spot de surf más celebrado del sur de las Carolinas. Esa playa picada de 600 metros es el agujero que dejó el huracán Hugo cuando devastó la isla en septiembre de 1989. Una parte de Folly quedó en ruinas, pero a otras partes directamente se las llevó con tierra y todo. El Washout es uno de esos espacios residenciales arrasados.
Pero nadie parece pensar en eso. O al menos no lo piensan de esa manera.
Las narraciones locales no enfatizan tanto las rupturas sino las continuidades. Los negocios abren y cierran, la inflación hace estragos con el precio de los panchos, a las casas se las chupan los huracanes, así es la vida. Pero algo permanece. Una idea: la imagen estilo foto Kodak, a veces recordada, casi siempre imaginada, del mejor verano de tu vida.
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Las islas tienen muchos mitos fundacionales. Tal vez sea así porque los límites físicos se imponen con brutalidad y exponen la necesidad de levantar puentes antes que muros. Los isleños saben cómo resguardar sus mitos, cómo inventarlos y convertirlos en narraciones coherentes para ellos mismos y para los demás. Pronto aprenden a vivir en esos mitos.
En Folly Beach existe una delicada conjugación entre lo heredado por la comunidad y lo soñado por cada individuo. Una conexión entre las raíces y la imaginación que da por resultado la fantasía de una playa en la que te sentirás siempre bienvenido y en casa.
El destino común de los pueblos costeros depende de las decisiones, las convicciones y los deseos de cada uno de sus habitantes. Una mala temporada veraniega, una inundación o un huracán afectan a todo el mundo. Cada acción individual se experimenta como una intervención pública absoluta, una compleja modalidad de participación política: el color de la fachada y la tipografía del letrero de una tienda resguardan, alteran o atentan contra la identidad de la comunidad.
Por eso los relatos colectivos tienden a volverse asuntos personales y los testimonios individuales asumen una función pública.
“La verdad es que una vez que alguien visita Folly Beach sueña con la isla por el resto de su vida”, escribió en 2013 un autor local de nombre Stratton Lawrence. Otra autora local, Gretchen Stringer-Robinson, anotó en 2006: “La isla fue siempre la cocina pobre de Charleston. Charleston, con sus puertos y sus grandes casas y sus iglesias anteriores a la Guerra Civil, de clase social más alta que Folly. La gente viene a Folly, hace fiestas y deja la basura y las latas de cerveza tiradas en nuestra isla. Nosotros limpiamos una vez que todos se marchan y, en invierno, tenemos la playa para nosotros. Folly ha sido siempre la playa de la gente pobre, la Cenicienta del Lowcountry de Carolina del Sur”.
El pueblo no tiene librerías, pero se consiguen algunos de estos libros de autores locales en las tiendas de suvenires, como Mr. John’s Beach Store, donde además venden reimpresiones de viejas postales turísticas. En esas postales todo se ve cristalino, distendido y alegre; no parece que haya un pasado ante el cual rendir cuentas, pero tampoco un futuro que tarde o temprano te dañará. El tiempo, como le gustaba decir a Claude Lévi-Strauss acerca de los mitos y de la música, está suprimido. Una noria domina el paisaje de la costa; hay letreros de Coca Cola y banderas nacionales; los niños moldean la arena con cacharritos de juguete, los surfistas caminan hacia el mar con las tablas bajo el brazo; los hombres visten ropa liviana de informal elegancia, las muchachas lucen joviales y sensuales.
Todas las personas que aparecen en esas postales son blancas.
“Saludos desde Folly Beach”, dicen las postales. La tipografía no es un recurso vintage basado en contemporaneidades pretéritas, sino un aporte espontáneo al paisaje visual de su época. Aquello que estaba de moda porque era nuevo, no porque había dejado de serlo.
Ahora esas grafías se replican para crear artefactos (letreros, tragos, remeras, tiendas, pueblos) que responden a los verosímiles estilísticos del retro. Da resultado. Los signos convencen a los visitantes de que nunca podrán abandonar la libertad que experimentaron un verano de hace diez, veinte o cincuenta años, cuando eran jóvenes y la vida consistía en oír a Ronettes y Beach Boys en la radio, beber cerveza frente al mar y tomarle la mano a alguien para bailar bajo la luz de la luna. Es una certidumbre que, mientras suena “I Can Hear Music” en una tarde de micrófono abierto para los talentos locales de la isla, jamás se termina, que ya se terminó, que nunca existió en ninguna parte.
La música y los mitos suprimen el tiempo, construyen un mundo en el que te sentís más seguro y más pleno porque es el mundo antes de que el mundo cambiara. Antes de que vos mismo cambiaras. Folly Beach, la playa de la gente pobre del sur de las Carolinas, es un San Junípero del mejor verano de tu vida. Incluso de un verano que nunca viviste. Un verano que imaginaste mientras escuchabas una canción compuesta, grabada y olvidada mucho antes de que nacieras.
El tipo de la guitarra terminó de tocar en el Crab Shack. En Bert’s se preparan para el turno noche. Las tiendas de suvenires están cerradas. Los bares están abiertos pero solitarios. Las luces del muelle iluminan a unos pocos pescadores con gorritos llenos de anzuelos. La brisa llega fresca desde el mar. Es invierno en Folly Beach. La isla y la playa les pertenecen a sus habitantes.
Y por fin
Lo anterior es un refrito. O ni siquiera. Digámosle rescate, que suena más sofisticado. Empecé a escribir y publicar en el siglo pasado. En un mundo de papel y dedos entintados. La mayor parte de esos papeles se quemaron en asados, se tiraron luego de envolver huevos o quizás estén archivados en hemerotecas llenas de polvo y de fantasmas. Y me parece bien. Es una especie de derecho al olvido.
Muchas otras cosas fueron escritas en estos años digitales, sin soportes de papel y tinta. Y también me alegra, en ocasiones, el derecho al olvido. Otras veces no. Y este es un caso.
Tengo un buen recuerdo de haber escrito este texto sobre Folly Beach. Me gusta pasar el rato en Folly Beach, es uno de mis pueblos costeros favoritos, y no conozco muchos textos en español que consignen siquiera su existencia. Esto lo publiqué hace año y pico, en una revista digital que, tras una curiosa reestructuración de diseño, eliminó buena parte de su contenido. No me pregunten por qué. Así que dejo el texto acá, por lo dicho: es un texto que disfruté escribir y al que le queda un poco más de aire antes de reclamar su derecho al olvido.
De paso, como aviso parroquial, les dejo algunas reseñas de libros que escribí en estos días. Salieron en Infobae y no creo que vayan a borrarlas en cinco minutos. Por un lado, algunas palabras sobre ¿Se puede separar la obra del autor?, ensayo de la socióloga Gisèle Sapiro, que trata sobre la pregunta que su título indica, especialmente en esta época de redes sociales y cultura de la cancelación en la cual, escribió Caroline Fourest en La generación ofendida, “ya no nos tomamos el tiempo necesario para digerir o respirar antes de gritar”. Por el otro, un doblete entre La ciudad latinoamericana de Adrián Gorelik y Metrópolis de Ben Wilson, dos libros de historia urbana que no podrían ser más diferentes en sus premisas, conclusiones, enfoques ni estilo intelectual. Pero que, de alguna manera, terminaron juntos.
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Y si llegaron hasta acá, gracias por su interés y por su tiempo.