Nunca fuimos posmodernos
Periodizar la historia cultural de una sociedad implica trabajar con convenciones establecidas, discutidas y reescritas. Esta es una lectura de dos de esas convenciones: modernidad y posmodernidad.
La discusión se extendió durante décadas, y mientras duró, hubo un momento en que pareció que nunca acabaría, que todos los días emergería una nueva voz ofreciendo su opinión, o sus obras, o sólo material para que otros tomaran partido, para que dictaran sus posiciones, para que adoctrinaran sus berrinches, para que ganaran dinero y prestigio apuntalando aquello a lo que decían oponerse. Y durante todo ese tiempo se escribieron libros, publicaron artículos, organizaron seminarios, concedieron entrevistas. Nadie sabe cuál fue el resultado de esta rencilla intelectual (en el caso de que las rencillas intelectuales tengan resultados), que se disputó en todo el planeta y en innumerables ámbitos socio-profesionales, aunque puede suponerse que simplemente se agotó: los espectadores se aburrieron y cambiaron de canal en busca de mejores debates.
El interrogante que articulaba la disputa era: ¿existe la posmodernidad? Para algunos estaba clarísimo, otros albergaban sus dudas, unos cuantos retrataban el debate desde una hipotética posición externa y muchos más retrataban a quienes estaban retratando el debate desde una hipotética posición externa: Flann O’Brien en el infierno. Medio siglo de producción cultural explícita sobre el tema dejaron una bibliografía en principio extensa. Enumerarla didácticamente es prescindible; para eso están disponibles los varios trabajos que documentan las documentaciones sobre los documentos del debate.
Pero siempre se puede establecer una posición en la agotada polémica. La mejor manera es a través de un pasaje de “Cuidado”, el cuento de Raymond Carver: “Vio a la anciana tumbada de espaldas en la alfombra. Parecía dormida. Entonces se le ocurrió que podía estar muerta. Pero la televisión estaba puesta y prefirió pensar que estaba dormida”. Y si no quedara del todo claro, se puede seguir con otro pasaje de Trainspotting, la novela de 1993 de Irvine Welsh: “Spud ―si en realidad es él el imbécil― sigue sin decir nada. Podría estar muerto, pero probablemente no, porque creo que tiene los ojos abiertos. Pero eso no significa una puta mierda”.
Discutir si existe o no la posmodernidad, si la modernidad está muerta o sólo dormida, no es ―por emplear una expresión de Eric Hobsbawm en Industria e imperio― otra cosa que dar vueltas sobre el modo de volver el pájaro a la jaula. El pájaro ya voló bien lejos. Cuando se levanta la vista del discurso público donde otras personas trazaron sus conjeturas, donde entablaron sus conexiones y ratificaron sus berrinches, es fácil encontrarse con que ni siquiera hay pájaro. El pájaro, digámoslo así, es una propiedad de los enunciados.
Y, en cualquier caso, tampoco eso significa una puta mierda.
Modernidad, posmodernidad, modernismo, posmodernismo. Uno de los malentendidos más feos de muchas corrientes teóricas marxistas es considerar que sus conceptos-comodines son entidades sustanciales, materiales, realidades hasta cierto punto palpables (la expresión es de Pierre Bourdieu). Aunque se repitió hasta el hartazgo que “las clases no existen como entidades separadas, que miran en derredor, encuentran una clase enemiga y empiezan luego a luchar”, como explicó E. P. Thompson en Tradición, revuelta y consciencia de clase, todavía persiste una inclinación a imaginarse que las clases (el proletariado, la burguesía, los capitalistas) surgen por combustión espontánea del sistema fabril, que existe “una fuerza externa ―la ‘Revolución industrial’― que opera sobre alguna materia prima de la humanidad, indeterminada y uniforme, y la transforma” (siguiendo con Thompson, ahora en La formación histórica de la clase obrera inglesa). Muchos teóricos marxistas, al menos los peores entre ellos, salen a la calle y ven clases sociales de la misma manera en que el resto observa nubes, edificios y árboles.
Esta operación (convertir las categorías conceptuales en realidades hasta cierto punto palpables) no es exclusiva del marxismo. Pero sí es ilustrativa. Los conceptos de modernidad y posmodernidad, más que como construcciones analíticas que sistematizan una amplia gama de artefactos, procesos y relaciones, parecen haber sido considerados con recurrente frecuencia como fuerzas externas que operan sobre la materia prima humana tras surgir por combustión espontánea, encontrarse y comenzar a luchar por el sentido de la vida.
Los enterados, que a esta altura son legión, dan por sentado que existe un arte posmoderno, un mercado posmoderno, ciudades posmodernas, modas posmodernas, actitudes posmodernas, relaciones sociales posmodernas, y así. La expresión está en la televisión, las revistas y las redes sociales; se la menciona en monografías académicas y los funcionarios públicos, al menos los peores entre ellos, la citan como variable a tener en cuenta en las condiciones de vida actuales (“Usted”, le dijo Cristina Kirchner a su marido, Néstor Kirchner, en diciembre de 2007, durante el acto de paso de mando presidencial, de uno a otra, en un país del extremo sur del continente americano llamado Argentina, “después de todo, nunca fue un posmoderno. En tiempos de la posmodernidad, usted es un presidente de la modernidad y me parece que yo también”). Al igual que las nubes, los árboles y los edificios para el grueso de las personas, o que las clases sociales para los marxistas menos lúcidos, la posmodernidad se convirtió en una realidad hasta cierto punto palpable para cualquiera que haya estado atento al noticiero del mediodía. Si un automóvil costosísimo está pintado como si hubiese sido hecho a pedido de un circo, es a causa de la posmodernidad; si en un vagón de tren todo el mundo va con la vista clavada en sus celulares, ya saben a quién culpar. La posmodernidad está en el aire. No se puede mirar hacia ningún lado sin respirar posmodernidad.
De cualquier manera, parafraseando a Claude Lévi-Strauss, siguen siendo buenas categorías para pensar. En tanto conceptos periodizadores, “modernidad” y “posmodernidad” proveen una plantilla sistemática a un número de fenómenos que tienen lugar en determinado espacio y tiempo, en determinado momento histórico, y que responden a determinadas condiciones de producción y de reconocimiento. Estos fenómenos (las relaciones que guardan entre sí, y con la totalidad de la que constituyen sus fragmentos) admiten cierta unidad lógica, cierta coherencia legitimada por cierta historia cultural, que vuelve, a estos fenómenos, inteligibles como conjunto, y es justamente este marco de inteligibilidad lo que “modernidad” y “posmodernidad” vienen a expresar. Como conceptos periodizadores, pues, su misma pertinencia está edificada sobre un efecto de correlación y oposición: cada uno se define y redefine en contraposición con el otro.
“Modernismo” y “posmodernismo” son conceptos de distinta índole; más que periodizadores, que no dejan de serlo, son conceptos estilísticos, modos de hacer. Atraviesan la producción cultural de época como rasgo más o menos percibido, como marca restrictiva que genera discursos discernibles entre sí, discursos que pueden pertenecer a diferentes géneros o soportes, pero plausibles de ser agrupados en conjuntos diacrónicos estilísticamente coherentes a causa de una unidad de producción en común (“surrealistas” son las pinturas de Max Ernst, los manifiestos de André Breton, los poemas de Tristan Tzara, las películas de Luis Buñuel, la etnografía de Michel Leiris o Victor Segalen; el surrealismo no es un género, es un estilo, un “modo de hacer”, y por eso puede encontrárselo en objetos culturales de diferentes géneros y soportes). Estas clasificaciones conceptuales son acuerdos aceptados de época, convenciones menos o más estables que posibilitan un lenguaje en común para todos los participantes de la conversación y que establecen reglas para cualquier posible comunicación. No son categorías rígidas donde los fenómenos se amontonan como cachivaches a la espera de una interpretación, donde los compartimientos están tajantemente separados unos de otros.
El método de recortar-y-pegar que sigue asociándose al dadaísmo, por ejemplo, es una técnica característica del estilo posmodernista (puede encontrársela en fanzines punk, en publicidad, panfletos políticos, en memes de redes sociales, en el concepto de canales de televisión como MTV en los años 90 del siglo XX, en programas televisivos políticos altamente editoriales que se valen de archivos y noticias de la semana), y sin embargo, el dadaísmo es un movimiento modernista por excelencia. Las contradicciones temporales y estéticas saltan a la vista, o podrían hacerlo, si no se tuviesen en cuenta las propiedades mismas de los conceptos periodizadores que engloban, y presuponen frente al análisis, estas prácticas.
Es inocente sostener seriamente —considerarlo más que una ironía o un juicio de valor, un comentario político, una posición estética, una fabulosa pieza de publicidad— que la posmodernidad comenzó el 15 de julio de 1972 a las 15:32 horas, como señaló el arquitecto Charles Jencks a propósito de la demolición del Pruitt-Igoe, el complejo habitacional al que se le adjudicó lo peor de la arquitectura moderna. Tomar esa afirmación de modo literal implica creer que la historia es “una línea de autobuses en la que el vehículo cambia a todos los pasajeros y al conductor cuando llega a la última parada”, como escribió Hobsbawm en La era del imperio; o que sí, que experimentamos una “aceleración de la historia”, como señaló Marc Augé y otro medio millón de observadores, y que “cada mes, casi cada día vivimos acontecimientos ‘históricos’ de suerte que la frontera entre historia y actualidad se hace cada día más imprecisa”.
Aun así, hay que marcar ―como convención, tan arbitraria como cualquier otra convención― una disociación entre dos patrones de inteligibilidad a priori incompatibles, o por lo menos semánticamente diferentes; entre dos segmentos cuyos puntos pertenecen a semirrectas opuestas con un extremo en común. Es en esos millares y millares de libros y artículos y comentarios (como éste: señalar el juego no te coloca fuera del mismo) donde la convención metodológica quedó establecida, aunque más no haya sido por reiteración y recurrencia, que es el procedimiento que tiene el género para condicionar y fijar el corpus subsiguiente.
Modernidad y posmodernidad, entonces, más que como conceptos periodizadores históricos, pueden tratarse como conceptos de periodización cultural. Es probable que las fechas no coincidan con la categoría, o que la categoría deba adaptarse a cada nuevo fenómeno que se pretenda abarcar. No es tan grave. La hipótesis es que lo que una categoría de periodización cultural organiza no es un hecho histórico sino un cronotopo, aunque se lo trate como si fuese un palimpsesto o una sinécdoque. Organiza discursos, configuraciones espaciotemporales de sentido. Expresa una afinidad, correspondencia o conexión entre eventos culturales separados en el tiempo y en el espacio. Da a entender, inicialmente, una relación legitimada por nuestra tradición cultural. Un modelo explicativo, una categoría de periodización cultural, funciona de esa manera: estrecha relaciones entre fragmentos y encuentra una manera para que estos fragmentos, y estas relaciones, sean capaces de contar una historia en común, sean capaces de decirnos algo sobre alguna cosa.
Dibujar un árbol genealógico de la cultura tiene siempre algo de ilegítimo. Estrechar relaciones y oír su historia no consiste sólo en proyectar una nueva convención; implica más bien moverse entre viejas convenciones, desarmarlas y reacomodarlas en base a nuevas reglas de juego. Periodizar la historia cultural de un pueblo, una sociedad, una nación, una familia, una persona o una civilización entera supone el intento de hacer malabarismos con trozos de convenciones establecidas y discutidas, atacadas y defendidas, con la manera en que esas convenciones fueron reescritas con cada nueva manifestación cultural. Un poco a la manera del bricoleur de Lévi-Strauss, que construye nuevas estructuras con los vestigios de viejos acontecimientos; o como la “arqueología del presente” que Paul Auster le endilgó a alguna desquiciada en alguna de sus novelas: “Un intento de reconstruir la esencia de algo partiendo únicamente de mínimos fragmentos: un trozo de un billete, una media rasgada, una mancha de sangre en el cuello de una camisa”.
A propósito de los conceptos de denotación y connotación, Jean Baudrillard observó a comienzos de la década de 1970 que esa dicotomía siempre había sido un desastre epistemológico: “La denotación ―escribió Baudrillard― no es nunca otra cosa que la más bella de las connotaciones”. También los conceptos de modernidad, posmodernidad, modernismo y posmodernismo están hechos de connotaciones. A cada analista le toca elegir entre la más bella de estas connotaciones. Pues todavía siguen siendo, a falta de otras más precisas, buenas categorías para pensar.
Y por fin
Estuve haciendo un poco de limpieza mariekondoista de archivos de discos rígidos, ordenando, borrando, reencontrando, mirando cosas inacabadas, preguntándome en qué demonios estaría pensando cuando intenté escribir eso, o en qué demonios estaría pensando cuando me detuve. Este texto tiene una quincena de años; se publicó en una revista que salía los sábados a la mañana, Ñ. Reapareció durante la limpieza mariekondista y me pareció que estaba bien, así que lo traje de regreso al mundo de los vivos otro sábado a la mañana.
Como persona que pasó el primer cuarto de su vida en el distante siglo XX, estuve bastante interesado en los debates sobre la posmodernidad: montones de libros inútiles que hay que cargar en mudanzas así lo atestiguan. Supongo que los debates pasan y los libros quedan; y no lo digo como algo positivo.
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Y si llegaron hasta acá, gracias por su interés y por su tiempo.