El fin de la posmodernidad
Dicen que la modernidad se terminó con un bum. Si eso es cierto, entonces la posmodernidad quizás se acabó del mismo modo: con otro bum.
Todo esto ya es historia antigua. Los escombros de las dos torres del World Trade Center todavía llenaban de humo a la ciudad de Nueva York cuando empezó a proclamarse que la posmodernidad había muerto. Tenía su gracia. Y no sólo porque siempre tiene su gracia escuchar los argumentos de personas que se sienten más cómodas presenciando entierros que anunciando nacimientos. La muerte de la posmodernidad (una categoría de periodización cultural que indica que las sociedades capitalistas contemporáneas atraviesan una fase histórica que se opone o se diferencia, que continúa, o rechaza, que supera una fase inmediatamente anterior, llamada moderna) se explicaba valiéndose de hipótesis, conceptos, estéticas y presupuestos asociados al mismo lenguaje posmoderno: globalización, simulacro, imagen, verdad, realidad, poder, espectáculo, símbolo, signo. “Constatemos el fracaso, práctico, de las esperanzas posmodernas”, propuso Gianni Vattimo en 2012. “Pero, ciertamente, no en el sentido de volvernos ‘realistas’ pensando que la verdad certificada (‘¿por quién?’ nunca un realista se lo pregunta) nos salvará”.
¿De qué esperanzas posmodernas hablaba?
La era del vacío de Gilles Lipovetsky se publicó en 1983 y cuatro décadas después pocos parecen dispuestos a admitir con qué fruición se leyó ese libro. Otro muerto en el ropero bibliográfico. Mejor fingir demencia. Contenía ensayos que se remontaban hasta 1979, el año en que Jean-François Lyotard presentó La condición postmoderna, donde asumió que la condición del saber de las sociedades capitalistas avanzadas estaba sujeta al descrédito de sus grandes relatos unificadores; “posmoderno”, explicó Lyotard, era el escepticismo ante los metarrelatos y sus protagonistas. De este escepticismo, escribió Lipovetsky, había resultado un “proceso de personalización”, “una segunda revolución individualista”. Un tipo de organización que rompía con el “orden disciplinario-revolucionario-convencional que prevaleció hasta los años cincuenta”, ahora ajustado a “la realización personal”, “el respeto a la singularidad subjetiva”, “valores hedonistas, respeto por las diferencias, culto a la liberación personal, al relajamiento, al humor y a la sinceridad, al psicologismo, a la expresión libre”.
La sociedad moderna, la sociedad de los empresarios-héroes de Joseph Schumpeter, de la producción en masa, del ejército de cronometradores de Henry Ford, la sociedad “conquistadora, que creía en el futuro, en la ciencia y en la técnica, que se instituyó como ruptura con las jerarquías de sangre y la soberanía sagrada, con las tradiciones y los particularismos en nombre de lo universal, de la razón, de la revolución”, ya no existía. Su lugar lo ocupaban sociedades “ávidas de identidad, de diferencia, de conservación, de tranquilidad, de realización personal inmediata”. La nueva sociedad posmoderna de Lipovetsky era descentrada, heteróclita, materialista, renovadora, retro, cool, psi, consumista, ecologista, sofisticada, espontánea espectacular creativa flexible narcisista joven hedonista indiferente relajada desenfadada humorística..., “la gente tutea, ya nadie se toma en serio, todo es ‘diver’, proliferan los chistes que intentan evitar el paternalismo, la distancia, la broma o la anécdota clásica de banquete”.
Y entonces, en septiembre de 2001, el grupo terrorista Al-Qaeda estrelló dos aviones de pasajeros contra las torres que definían el horizonte neoyorquino y, de muchas maneras, el horizonte de todas las posibilidades del capitalismo moderno, o posmoderno, o como quisieras categorizarlo. Ya nadie se sintió cómodo hablando de respeto por las diferencias, relajamiento, expresión libre. Ni siquiera podías echar una carta en un buzón de correo por temor a convertirte en sospechoso de propagar ántrax. La libertad de expresión se acababa cuando aceptabas como un hecho natural que debías descalzarte para tomar un avión.
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Puede seguírsele el juego. Puede aceptarse la premisa ―aunque sea falsa, aunque no lo sea, aunque poco importe en definitiva― de que la posmodernidad murió cuando unos edificios se desplomaron en una ciudad y entonces proponer un trayecto, contar una historia, seguir un derrotero: si terminó con un bum, también pudo haber empezado con un bum. Celebrar el entierro, pero recordar el nacimiento.
Las ciudades son cosas. Los ecos teóricos retumban en Las reglas del método sociológico, el libro publicado por Emile Durkheim en 1895 y piedra fundacional de la sociología, aunque el sonido se pierda antes de llegar a las reversiones de Marcel Mauss y de Claude Lévi-Strauss. El tono es simétrico e inverso: los hechos sociales no deben ser tratados como cosas, sino que las cosas son hechos sociales. Entonces, si las ciudades son cosas, y si las cosas son hechos sociales, una definición ajustada de “ciudad” surge al parafrasear la expresión que Pierre Bourdieu parafraseó, a su vez, de un pasaje de Las formas elementales de la vida religiosa, el libro de 1912 de Durkheim: “Artefacto histórico bien fundado”. Durkheim se refería a la religión; Bourdieu, a la clase obrera. También la ciudad podía definirse como un artefacto cultural bien fundado. ¿Pero fundado por quién? ¿O para qué?
En noviembre de 1972 se publicó Las ciudades invisibles, el libro de Italo Calvino sobre las recitaciones de Marco Polo al emperador Kublai Jan. Una década más tarde, en una conferencia recogida como nota preliminar para ediciones posteriores, Calvino afirmó que las ciudades son un conjunto de memorias, deseos, símbolos, signos de un lenguaje. “Más que ningún otro lugar en la tierra —escribió Greil Marcus a propósito de Nueva York en 2001—, Estados Unidos puede ser atacado a través de sus símbolos porque está hecho de ellos”. Los símbolos se construyen con la misma minuciosidad con que pueden destruirse, quería decir Marcus, como escribiendo una misiva al pasado, a los burócratas que levantaban complejos habitacionales con la misma facilidad con que los dinamitaban, que erigían símbolos que pronto debían ser destruidos para erigir nuevos símbolos.
Meses antes de la publicación del libro de Calvino, el 15 de julio de 1972, el complejo habitacional estatal Pruitt-Igoe de St. Louis, la segunda ciudad más grande del estado de Missouri, en el medio oeste estadounidense, comenzó a ser demolido por considerárselo un lugar inhabitable para las personas de escasos recursos que allí residían. Personas negras, todas ellas. La demolición, completada en los siguientes cuatro años, se interpretó como una alegoría exculpatoria del autoritarismo arquitectónico moderno, como una rápida corrección de los signos del lenguaje urbano. Las personas caminan entre signos, escribió Calvino, pero sólo reparan en ellos cuando los reconocen como signos de otra cosa: un cartel con un sacamuelas señala la casa del dentista, un jarro indica una taberna, una balanza al herborista.
Si los edificios son signos de otra cosa, si la forma y el lugar que ocupan en la ciudad están indicando una función, ¿signo de qué era el Pruitt-Igoe? ¿Y qué quería decir que lo echaran abajo? ¿O que alguien celebrara el acontecimiento?
Fue diseñado en 1951 por el arquitecto estadounidense Minoru Yamasaki, quien años más tarde proyectaría las torres del World Trade Center: en esta historia no es más que una casualidad, pero podría no serlo en lo absoluto. El Pruitt-Igoe empezó a ocuparse en 1954 y se inauguró en 1956. Era una cosa monstruosa, treinta y tres edificios idénticos de once plantas cada uno, un total de 2762 departamentos, el mayor complejo de viviendas públicas del país hasta ese momento, se dice que inspirado en las máquinas para la vida del arquitecto suizo Le Corbusier. Se lo presentó como a un heraldo de las innovaciones arquitectónicas modernas, un prodigio de la planificación urbana propuesta para las clases medias arruinadas por la guerra. Al igual que la mayor parte de las viviendas públicas estadounidenses de posguerra, sus habitantes deseados eran desdichados que valía la pena ayudar: personas blancas y, aunque mal pagas, insertas en el mercado laboral. No funcionó. En pocos años el complejo se convirtió en un espacio socialmente estigmatizado, racializado, ocupado por personas negras, desdichados que no valía la pena salvar, que se podían ignorar, incluso olvidar.
Desde entonces el Pruitt-Igoe se estudia como paradigma de todo aquello que en planificación urbana está fatalmente equivocado. También es una prueba meticulosamente escenificada de que un gueto no es sólo una acumulación de familias pobres en un espacio sometido por condiciones sociales indeseables, sino un instrumento institucional de dominio tejido a través del estigma, la coacción, el confinamiento espacial y el enclaustramiento organizativo, con el propósito de conciliar dos objetivos contrapuestos en el uso del espacio urbano: extracción económica y ostracismo social, como muchas veces insistió Loïc Wacquant. Un gueto no se acaba al ponerle encima un complejo de edificios. Porque lo que subyace no son relaciones espaciales sino sociales.
El Pruitt-Igoe podía hacerse eco de una descripción de La torre, la novela de 1973 de Richard Martin Stern: “Una ciudad muerta dentro de otra ciudad, un monumento al ingenio, la vanidad, la inteligencia y la dudosa sensatez del hombre; una Gran Pirámide, un Stonehenge, o un Angkor Vat, una curiosidad, un anacronismo”. La curiosidad aguantó sólo diecisiete años y le llevó aún menos pasar de monumento a anacronismo. Lo tiraron abajo ante flashes fotográficos y aplausos, y las protestas y desacuerdos, que los hubo, se minimizaron en nombre de nuevos y mejores paradigmas. El arquitecto e historiador Charles Jencks escribió: “La Arquitectura Moderna murió en St. Louis, Missouri, el 15 de julio de 1972 a las 3.32 de la tarde (más o menos), cuando varios bloques del infame proyecto Pruitt-Igoe se les dio el tiro de gracia con dinamita. Previamente habían sido objeto de vandalismo, mutilación y defecación por parte de sus habitantes negros, y aunque se reinvirtieron millones de dólares para intentar mantenerlos con vida (reparando ascensores, ventanas y repintando) se puso fin a su miseria. Bum, bum, bum”. Para entonces el símbolo ya tenía bien ganado un relato legítimo, una narración que podía pasar por cierta.
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Los problemas habían aparecido desde el principio. Para mantenerse en presupuesto se improvisaron toda clase de recortes arbitrarios; el tamaño de los departamentos se redujo todo lo posible y conceptos lecorbusianos como “celdas” o “máquinas para la vida” dejaron de ser meras metáforas; las cerraduras y bisagras de las puertas se estropearon antes de usarse; los cristales se quebraron; un ascensor se averió el día de la inauguración. No pasó mucho tiempo antes de que las cañerías se desbarataran, los elevadores dejaran de funcionar, una tubería de gas explotara; se acumulaban vidrios rotos, escombros, basura y alimañas viviendo en esa basura. Las luces no andaban, los pasillos olían a orina, los grafitis sustituyeron el color gris oficial de las paredes y en los estacionamientos se amontonaban automóviles a medio desarmar.
Hacia fines de la década de 1960 vivían en el complejo unas diez mil personas, dos tercios de ellas menores de edad; la mayoría de los adultos estaban desocupados y dependían de algún tipo de ayuda estatal. En 1969 los residentes dejaron de pagar alquiler; en 1970, el 65 por ciento del complejo estaba desierto. El ayuntamiento de la ciudad dejó de mantenerlo y hacia 1972 sólo quedaba demolerlo. Eliminar el símbolo y hacer de la demolición misma otro símbolo.
La posmodernidad se ganó así su fecha de nacimiento y todos corrieron a confeccionarle su carta astral: 15:32 horas del 15 de julio de 1972. En los años sucesivos personas de diversos campos, acaso azuzadas por la arenga de Jencks, insistieron en que ese acto representaba el final simbólico de la modernidad, el final de un paradigma de autoritarismo arquitectónico, de onanismo lecorbusiano, de construcción de máquinas para la vida. También vieron en la demolición una gran obra de arte de su tiempo, y no sólo porque la secuencia aparecería en Koyaanisqatsi, la película de 1982 dirigida por Godfrey Reggio y musicalizada por Phillip Glass, sino porque esas imágenes parecían un ensayo general y una premonición de las imágenes de los aviones comerciales estrellándose contra las torres del arquitecto Yamasaki: “La mayor obra de arte jamás creada”, dijo el compositor alemán Karlheinz Stockhausen cinco días después del ataque terrorista de 2001.
Puede ser otra coincidencia, pero las coincidencias revelan afinidades, y son las afinidades las que mantienen unidas las ocurrencias de cualquier relato. En 1972, aquel mismo año en que apareció el libro de Calvino sobre las ciudades como sitios de intercambio de signos y en que el Pruitt-Igoe fue demolido, se publicó Aprendiendo de Las Vegas: El simbolismo olvidado de la forma arquitectónica, escrito por los arquitectos Robert Venturi, Denise Scott-Brown y Steven Izenour, uno de los libros de arquitectura paradigmáticos del último cuarto del siglo XX, siempre asociado, aunque sus autores se desentendieran, a la mirada posmoderna sobre el espacio social. La hipótesis era que los arquitectos podían aprender mucho más de los paisajes populares, de las zonas suburbanas y comerciales, que de los ideales abstractos y doctrinarios del alto modernismo. Escribieron: “En general, el mundo no puede esperar del arquitecto que le construya su utopía, y las preocupaciones principales del arquitecto han de referirse, no a lo que debe ser, sino a lo que es, y a los medios para contribuir a mejorarlo hoy. Desde luego, el movimiento moderno no estaba dispuesto a aceptar tan humilde papel; sin embargo, es un papel artísticamente mucho más prometedor”.
Una arquitectura con aspiraciones revolucionarias no debía proponer arrasar París y construirlo de nuevo, como había propuesto Le Corbusier (aparentemente hizo la misma propuesta en cada ciudad que visitó); debía aprender del paisaje, adaptarse: mirar al entorno —como les gusta decir a los antropólogos— desde el punto de vista del nativo. La arquitectura moderna había rechazado los ornamentos sobre los edificios; proclamó, como F. T. Marinetti en 1914, que “la nueva belleza del cemento y del hierro se profana con la aplicación de carnavalescas incrustaciones decorativas”. Entonces hicieron edificios que eran ornamentos, cuya misma forma debía mostrar su función y el lugar que ocupaban en la ciudad. En vez de decorar construcciones, construyeron decoraciones para que las personas vivieran en ellas; decoraciones que convertidas en conceptos —nacionales, modernos, racionales— comenzaron a dejar sin aire a las personas que los habitaban.
Las torres de vidrio, los bloques de concreto y las planchas de acero fundaron ciudades para la Humanidad con mayúscula inicial, la humanidad como proyecto histórico y social, no para las personas. Los resultados de la excesiva preocupación por el diseño total y el buen gusto —podía leerse en Aprendiendo de Las Vegas— fueron mortecinos. A diferencia de lo que habían conjeturado los arquitectos modernos, las personas no querían vivir en celdas, ni en el Pruitt-Igoe, ni en máquinas que encarnaran su proyecto histórico y social; las personas querían vivir en la Disneylandia de Gilles Lipovetsky.
La idea modernista en arquitectura y urbanismo se apoyaba en la planificación y el desarrollo de proyectos monumentales, tecnológicamente racionales y de alcance metropolitano. Buscaba el dominio absoluto de la ciudad: la ciudad era un hecho social total, un artefacto cultural bien fundado, un conjunto de fenómenos caóticos que debían ser ordenados: “El ciclo de las funciones cotidianas, habitar, trabajar y recrearse (recuperación), será regulado por el urbanismo dentro de la más estricta economía de tiempo”. Era uno de los “puntos doctrinales” de La carta de Atenas, proclamada por el CIAM en 1933, manifiesto que estableció el canon arquitectónico de las siguientes tres décadas: “La ciudad, definida en lo sucesivo como una unidad funcional, deberá crecer armoniosamente en cada una de sus partes, disponiendo de los espacios y de las vinculaciones en los que podrán inscribirse, equilibradamente, las etapas de su desarrollo”. La forma arquitectónica tenía su correspondencia en un proceso lógico-racional; la forma debía someterse al programa y a la estructura.
Forma y función, belleza y utilidad, arte y tecnología. Había allí un trayecto rectilíneo que conducía al Pruitt-Igoe, y luego, a una pila de escombros, y después, a las Torres Gemelas, y por fin, a otra pila de escombros. Un trayecto que se iniciaba el 15 de julio de 1972 a las 15.32 y acababa el 11 de septiembre de 2001 a las 8.46 horas. Es sólo una narración, un relato fundado en coincidencias atractivas sin ninguna verdad certificada. También es historia antigua.
Y por fin
Una versión de este texto apareció en Revista Ñ en julio de 2012. Por entonces no era una historia tan antigua. Ahora sí. Pero todo vuelve. O casi. El Pruitt-Igoe no volvió. Las torres gemelas no volvieron. Descalzarse para subir a un avión nunca se fue. Lo cual, de seguro, debe estar diciendo algo sobre alguna cosa.
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