El mapa como ausencia
Encontré un mapa en el bolsillo de una campera que hacía mucho que no usaba. O quizás sí la había usado no hacía mucho, pero no me había detenido a revisar los bolsillos. Al menos no ese bolsillo en particular. Quizás porque es un bolsillo más vistoso que práctico. Estas camperas suelen tener tres bolsillos exteriores. Dos a los costados, perfectamente útiles para meter las manos, y uno arriba, a la altura del pecho, vertical, en paralelo al cierre, donde no se pueden meter las manos excepto que seas un contorsionista, o un Napoleón Bonaparte deforme, o un futbolista patriotero que se sujeta el corazón mientras suena el himno nacional antes de un partido. Es una de esas camperas abrigadas y flexibles a las que en español llaman de caparazón blando. No suena muy bien. Es una traducción austera de “softshell”. Pero “campera softshell” es tan poco comprensible como “campera de caparazón blando”. Al menos yo no entendería una cosa ni la otra. Pero sí sabría de qué campera me hablan si me muestran una. O si me hacen un dibujito.
Y ése es el punto: puedo hacer un dibujito. Como el mapa que encontré en el bolsillo. Que era un dibujito. Pero no. Era un mapa. Porque un mapa puede ser un dibujo hecho a las apuradas en una servilleta de mesa de bar.
El mapa que encontré en el bolsillo de arriba de la campera de caparazón blando no estaba hecho en una servilleta de bar. Estaba dibujado en un papel cualquiera. Lo había hecho yo mismo para orientarme a mí mismo. Tenía unas pocas líneas y unas pocas referencias. Las líneas representaban calles. Las referencias eran nombres de calles. Y había números que indicaban la cantidad de cuadras en que debía moverme hacia una dirección y hacia otra. Me llevó un rato identificar el lugar representado por el mapa. Un rato largo. Había una calle Bolívar, una calle Estudiantes, una calle Mendoza. Podía ser cualquier lado. Pero una calle 18-N, que entendí como 18 de Noviembre, situó el mapa en algún sitio de Bolivia (por el 18 de noviembre de 1841, la Batalla de Ingavi, que luego dio pie a otros 18 de noviembre, como el de 1842, cuando se creó el departamento de Beni, y como el de 1845, cuando se estrenó el himno nacional de Sanjinés y Vincenti). Y una calle Principato, que entendí como avenida Marcelo Principato, porque no conozco ninguna otra calle Principato en Bolivia ni en ninguna otra parte, lo situó en Santa Ana del Yacuma, una ciudad pequeña de Beni, en el noreste del país. No supe concluir a dónde debía conducirme el mapa. Seguramente a algún lugar que involucraba comida. Espero haberle sacado provecho.
El mapa cumplía una función: orientar a un individuo en el espacio para llegar a cierto lugar específico. Que el individuo que daba las orientaciones fuera el mismo que las recibía no es ninguna anomalía psiquiátrica. O al menos no es más anormal que dejarse notas pegadas en la heladera, mandarse mails con tareas pendientes, hacer listas de compras antes de ir al supermercado o anotar citas en el calendario. Nos damos instrucciones remotas a nosotros mismos más a menudo de lo que pensamos.
Asumo que tracé el mapa en un lugar donde disponía de cierta información o ciertos medios para conseguirla. Por ejemplo, otro mapa. Este otro mapa podía estar en un libro, o en un sitio web, o en alguna aplicación de teléfono celular. Podía estar exhibiéndose en algún lugar público, como una biblioteca, o una casa de turismo, o una estación de buses. También podía tratarse de información que alguien me había brindado de manera oral: vaya por tal calle, camine tantas cuadras, luego doble en esta calle, camine tantas cuadras, siga por tal calle, y así.
Es decir: el mapa debía comunicarle información a una persona ausente, que era yo mismo cuando estuviera en el terreno y necesitara orientación, sabiendo que el yo que tenía la información ya no estaría presente. Como la lista del supermercado. Nuestro yo de casa no confía en que el yo del supermercado recuerde que ya no quedan filtros de café. Y el yo de casa ya no estará presente en el supermercado para pegarle un codazo recordatorio. Por eso hace una lista.
Y por eso también, entre otras cosas, hacemos mapas.
A pesar de los yoes presentes que se desdoblan en otros yoes ausentes, y viceversa, esto es menos metafísico de lo que suena. Es más primordial. Un mapa supone siempre a un comunicador que no está presente. Incluso cuando alguien dibuja un mapa para sí mismo da por supuesta esa ausencia. Entiende que algo cambiará. Ya no contará con la información con la que contaba. Porque no le resultará accesible, o porque la olvidará, o porque es mucha cosa para recordar, o porque habrá pasado demasiado tiempo, o por lo que sea. Cualquier buen mapa del tesoro parte de esta premisa. Y por eso suelen ser tan crípticos: porque los códigos de representación son acotados. Cuando dibujé ese mapa para mí mismo no tenía que explicarme dónde estaba, ni a dónde iba, ni para encontrar qué. El mapa tenía un uso directo e inmediato.
En general olvidamos a este comunicador ausente de los mapas: porque excepto que estén hechos para uno mismo, o para un pirata, o para alguien a quien podemos explicarle la representación con la certeza de que compartimos los códigos (como en las películas, cuando un soldado agarra un palo, dibuja un par de líneas en la tierra y expone así un complejo ataque militar), los mapas necesitan códigos que prescindan de estas conexiones directas e inmediatas entre el comunicador y el comunicado. Si quisiera ampliar el uso de mi mapa, debería consignar, para empezar, el nombre de la ciudad. Podría dibujar los ríos en celeste (al norte de Santa Ana pasa el zigzagueante río Yacuma). Podría poner una cruz en las iglesias. Y un arbolito en los parques. Y un tenedor en los restaurantes. Y un libro en las bibliotecas. Y así. El mapa debería volverse auto-referencial. Debería darle orientación a cualquiera que tenga acceso al mismo y disponga de conocimientos básicos de los códigos. Debería hacernos olvidar al comunicador ausente. O debería obligarnos a darle una identidad. Una entidad. El nombre de una institución, o una empresa, o una administración. Deberíamos romper ese vínculo casi íntimo entre quienes somos ahora, cuando tenemos a disposición la información para conjurar artefactos que nos orienten en lo inmediato, y quienes seremos dentro de un rato, cuando salgamos al terreno con la esperanza de que nuestra versión de un rato antes haya anotado bien los nombres de las calles.
Y que no se haya olvidado de guardar el mapa en el bolsillo impráctico de la campera de caparazón blando.
Así entonces
En estas semanas —o en estos días, o en estos meses, definitivamente fue en 2020— se estrenaron cuatro documentales que participan de una misma conversación. Aunque no se conozcan entre sí. Aunque no hayan sido formalmente presentados.
Other Music, de Puloma Basu y Robert Hatch-Miller, trata de Other Music, la disquería del NoHo neoyorquino que abrió en 1996 y cerró en 2016. Record Safari, de Vincent Vittorio, sigue el viaje del dueño de una disquería de vinilos usados de Pomona que debe rastrear, conseguir, regatear y comprar los vinilos que venderá en una edición del Festival Coachella. The Vinyl Revival, de Pip Piper, capta la perspectiva británica del renacimiento del formato del título. Vinyl Nation, de Kevin Smokler y Christopher Boone, propone una mirada un poco más amplia del resurgimiento y el coleccionismo de vinilos con la excusa argumental del Día de las disquerías.
Estas películas no se preguntan por el fenómeno comercial de los vinilos, ni por alguno de sus aspectos sociales, ni siquiera musicales o estéticos, tampoco profundizan en los cambios en el consumo musical que llevaron a las disquerías a la quiebra, o a reinventarse de algún modo, a volverse más cuevas; simplemente celebran acontecimientos, predican a conversos, participan de la romantización de esos mundos tremendamente idealizados. Como piezas documentales, no disertan sobre hechos sino que los glosan.
Me hizo pensar en el comienzo de Cómo dejamos de pagar por la música, el libro de 2015 de Stephen Witt: “Fui de los primeros en sumarse a la moda de las descargas digitales. De haber sido unos años mayor [Witt nació en 1979], dudo que mi participación hubiese sido tan intensa. Mis amigos mayores contemplaban esta actividad con escepticismo, a veces con abierta hostilidad. Esto les pasaba incluso a los amantes de la música; de hecho, les sucedía sobre todo a ellos. El coleccionismo de discos también había constituido una subcultura; para los miembros de este colectivo en peligro de extinción, la búsqueda de discos planteaba un reto apasionante: rastrear en los mercadillos, revisar las cubetas de ofertas, inscribirse en las listas de correos de los grupos de música y acudir a las tiendas de discos los días que hacían descuentos. Sin embargo, para mí y para los que eran más jóvenes que yo, el coleccionismo no suponía esfuerzo alguno: la música ya estaba disponible. Lo más difícil era decidir qué escuchar”.
Es todo discutible, pensable, y son la clase de cosas que no se discuten ni se piensan mucho en estos documentales. Pero son entretenidos, eso sí.
Y por fin
Aviso parroquial. En estas semanas escribí sobre “Smells Like Teen Spirit” de Nirvana y cómo la historia se escribe sin que interese mucho si lo que ocurrió efectivamente ocurrió como se afirma que ocurrió. También escribí sobre “Desolation Row” de Bob Dylan y cómo la historia se escribe sin que interese mucho cómo conseguimos recordar acontecimientos que parecían destinados a ser borrados, olvidados, relegados como si jamás habrían ocurrido.
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