Los límites de la ciudad
Esto sucedió poco antes de la pandemia. Dos tipos debatían en la pizzería Amadeus. Parecían haber tenido esa discusión muchas veces. Se oía como una rutina. Posiblemente lo fuera. No esperaban ponerse de acuerdo. Más bien debatían por el placer del debate mismo. O eso pensé. Por supuesto que podía estar equivocado. No sería la primera vez. Tampoco la última. Suele suceder cuando uno intenta construir grandes monumentos hipotéticos en base a diálogos oídos a medias en mesas contiguas. Los semiólogos tienen una palabra para eso. De hecho tienen más de una. Pero no suelen ponerse de acuerdo en qué palabra es más pertinente.
Amadeus es una de mis pizzerías favoritas de Nueva York. Está en Manhattan. En la Octava Avenida, entre las calles 50 y 51, en la vereda del lado este. Hay otra sucursal más al sur, pasando Penn Station y el Madison Square Garden, pero me refiero a la que está entre la 50 y la 51. No tiene mucho de especial. Posiblemente ni siquiera la notarías si no la estuvieras buscando. Quizás sí la notarías si estuvieses buscando Shon 45, la licorería de al lado. Aunque ahora a la licorería se le dice vinería. Suena mejor. Más cosmopolita.
Amadeus es una pizzería al estilo neoyorquino que sirve pizza al estilo neoyorquino. Eso es todo. Y no es poco. Tampoco demasiado. No aparece en las guías turísticas. No es meca obligada para influencers. No la declararon patrimonio cultural de la humanidad. Ni de la nación. Ni de la ciudad. Ni siquiera de la cuadra. Tuvo algunos minutos de fama en 2015, cuando Lady Gaga fue a comprar una pizza y salió con la caja bajo el brazo. Como si llevara el diario. No es forma de cargar una pizza. Se le debe haber corrido todo el queso. Ir a comprar una pizza no debería ser la gran cosa, pero Lady Gaga es una celebridad, y como la palabra lo indica, todo lo que hace se vuelve célebre. Además fue a comprar pizza en tetas. Más o menos. Llevaba un bléiser amplio, abierto, desabrochado, sin nada abajo. Fue una especie de topless urbano con reservas. Así que hubo fotos de Lady Gaga, de sus pechos y de la caja de Amadeus. Pronto quedó instituido que Amadeus es la pizzería favorita de Lady Gaga.
Copiona.
Sin embargo, tengo algunas diferencias con Lady Gaga. Nuestras cuentas bancarias, por ejemplo. Y el talento para ponerle muchos ceros a la derecha. Ella canta mejor. Y tiene más pelo. Yo soy más alto. Y más viejo. Etcétera. En este caso puntual señalaría una diferencia circunstancial. O no tanto. Lady Gaga fue especialmente a Amadeus. El chofer la condujo en automóvil, un custodio la acompañó al bajar, también cuando regresó al coche tapándose la cara (pero no las tetas: arte de vanguardia). Yo no iría especialmente a Amadeus. Ésa es la diferencia circunstancial o no tanto. No le pediría a mi chofer imaginario ni a mi guardaespaldas imaginario que me lleven hasta Amadeus. Así que afino lo dicho. Desmiento que Amadeus sea mi pizzería favorita. O una de ellas. Que se la quede Lady Gaga. Diré más bien que Amadeus es una pizzería rutinaria, cómoda, acostumbrada. Encajada, ésa es la palabra perfecta, pero debería meterle mucho contexto para que funcione bien.
Me gusta Amadeus porque me gusta la Octava Avenida. Porque está de paso. Porque está ahí. Encajada. Si el coronavirus se cargara a Amadeus no derramaría ninguna lágrima, no escribiría un tuit llorón, no pondría fotos de Amadeus en Facebook junto a una oda a los tiempos perdidos. Si ya no estuviese Amadeus y quisiera pizza, podría ir a Don Antonio, que está a la vuelta, sobre la calle 50, dirección oeste, o a B Side, en la 51, misma dirección, aunque ninguna es la clase de pizzería por la que abogo, así que seguiría hasta la Novena, sin cruzar de lado, y recalaría en The Best Pizza, uno de esos cuchitriles al paso de un dólar la porción. Pero eso implicaría caminar hasta la Novena, y dejar la Octava, lo cual estropearía el concepto mismo de quedarse en la Octava.
Que es la idea, si se quiere, encerrada en el corazón del debate de los dos tipos de Amadeus. Para ellos, al igual que para la mayoría de quienes transitan Nueva York, la Octava es un límite. Aunque no acuerden la naturaleza del límite. Qué limita ese límite, y por qué, o acaso, para quién.
Los tipos discutían dónde estaban exactamente sentados. O sea, dónde se sitúa la pizzería. En términos generales podría sostenerse de manera pasablemente objetiva que la pizzería está en el Midtown de Manhattan. Pero decir eso, al menos para los tipos que debaten estos asuntos, es como decir “rock” cuando alguien te pregunta qué música escuchás. La respuesta no es tan mala como “escucho de todo un poco”, pero vamos, en música, y acaso en geografía cotidiana, hay que ser algo más específicos.
El Midtown es la porción central del boro de Manhattan. Está entre el Uptown y el Downtown. Como el jamón y queso de un sándwich de jamón y queso. O como la barra amarilla de la bandera de Bolivia. O como la mesosfera, que arriba tiene la termosfera y la exosfera, y abajo la estratosfera y la troposfera. Está comprendido por una suma de barrios y distritos que sólo los corajudos y los tercos se atreverían a demarcar sin atisbos de dudas. Por varias razones. La principal es que la partición parece cambiar todos los días. O al menos todas las semanas. El gobierno de la ciudad debería organizar un desafío: al que encuentre dos mapas iguales de los barrios de Nueva York le regalamos un penthouse en Hudson Yards. O al menos un pretzel.
En el Midtown hay un barrio que también se llama Midtown, o lo habría de algún modo, en alguna parte, y ahí mismo, en el Midtown del Midtown, es donde uno de los tipos situaba a Amadeus. En el Midtown. O en una de sus versiones. No en la franja media de Manhattan sino en el pequeño barrio. O no tan pequeño. Depende.
El segundo tipo situaba la pizzería en Clinton. Otro barrio del Midtown. Y eso también formaba parte de la discusión.
El primer tipo decía que Clinton no existe. Que Clinton es un nombre pretencioso para referirse a Hell’s Kitchen, y que aun así, sea Clinton o Hell’s Kitchen, el límite es la Octava Avenida. Que al oeste de la Octava Avenida está Hell’s Kitchen, o Clinton si se concede eso, y que del lado este de la Octava Avenida es el Midtown. Como Amadeus está en la vereda este de la Octava Avenida, entonces los tipos estaban sentados en el Midtown, mirando por la ventana hacia la vereda de Hell’s Kitchen (o de Clinton, llegado el caso).
El segundo tipo decía que Clinton sí existe y que no es lo mismo que Hell’s Kitchen. Que Clinton baja desde Columbus Circle, en la calle 59, hasta la calle 42, y que recién entonces empieza Hell’s Kitchen, que baja hasta la calle 34, donde empieza Chelsea. También dijo que como Hell’s Kitchen se puso de moda, ahora todo es Hell’s Kitchen. Pero que a esa altura, entre la 50 y la 51, el barrio es Clinton. Y que el límite oeste de Clinton, y por debajo de la 42 también de Hell’s Kitchen, es la Octava, efectivamente, pero la Octava inclusive. Nada salomónico. No es que Clinton llega hasta la mitad de la avenida y en la otra mitad empieza el Midtown. Toda la Octava, de vereda a vereda, es Clinton. Así que Amadeus está en Clinton. No en el Midtown. O lo que sea que haya al este de la Octava.
Es cierto que Hell’s Kitchen se puso de moda y que se habla cada vez menos de Clinton. Si se suman los bares para hípsters, la versión de Daredevil de Netflix y el chef televisivo Gordon Ramsay, el nombre tiene más prensa cool que la mala fama que privilegió la denominación Clinton en el mercado de bienes raíces. También es cierto que el Midtown, el barrio, todavía no perdió su empuje. Parte del área que va entre la Octava y la Novena, que debería ser Hell’s Kitchen, o Clinton, o algo intermedio, como Hell’s Clinton, a veces se presenta como West Midtown. Y si los hípsters, los nerds y los chefs no le ponen un freno, quizás el West Midtown avance hasta el río Hudson y barra con todo a su paso. Lo cual no estaría mal si arrastra consigo a los bares de stand up.
Y ese fue el debate entre los tipos que comían pizza en Amadeus. Podría discrepar con ambos. Al menos si fuera un metiche: “Disculpen, caballeros, no pude evitar escuchar su conversación y me gustaría introducir una discrepancia a vuestras aseveraciones”. Esas cosas solo pasan en las películas. Quizás también pasen en la vida fuera de las películas. Sospecho que es así como la gente acaba lastimada en los hospitales.
No obstante, si los tipos quisieran zanjar la discusión buscando una opinión imparcial, por ejemplo la de mi ecuánime persona, entonces argumentaría que Amadeus está en la Octava Avenida. Y que la Octava Avenida se identifica tan bien como Hell’s Kitchen, Clinton, el Midtown, el West Midtown o cualquier otra alternativa. Digo “cualquier otra alternativa” porque podría afirmarse con similar desenvoltura —de hecho se lo afirma con similar desenvoltura—que Amadeus está en el Theater District o en Time Square. En esos casos, el límite oeste del Theater District y de Time Square sigue siendo la Octava, a veces inclusive y a veces no. Lo mismo que el Midtown, pero con otros nombres.
Argüiría pues que la Octava Avenida comienza entre las calles 57 y 56, donde está la Torre Hearst, antes de Columbus Circle, y baja hasta la 49 o la 48 o por ahí, donde empieza otra cosa, tal vez Time Square, tal vez algo diferente. Eso en dirección norte y sur. En dirección este y oeste, la Octava Avenida ocupa lo que ocupa la Octava Avenida. Metros más o menos hacia el interior de las calles que la cruzan. Pero la Octava Avenida no llega hasta la Novena Avenida, que a esa altura está en Clinton o Hell’s Kitchen o lo que decidan los tipos de la pizzería, y tampoco llega hasta Broadway, para el otro lado, que al igual que la Octava Avenida no está en ningún otro lugar que no sea Broadway.
Por todas estas razones los mejores mapas de lugares altamente cartografiados como Manhattan son aquellos que dan por válidas las superposiciones. De seguro que estos mapas con barrios y distritos superpuestos no son los mejores para el sistema electoral ni para los canallas que lo usufructúan (un código postal, un voto), y sí son vistos con agrado por el sistema inmobiliario (que empuja o contrae la extensión de los barrios de acuerdo al mercado, el cual trafica no sólo bienes sino también símbolos), pero de alguna manera son los que representan mejor los recorridos, percepciones y fijaciones de sentido cotidianas. Al menos es una opción digna de explorarse.
Piensen en ciudades, pueblos o barrios que conozcan. Clasificamos los espacios a partir de referencias específicas y les imponemos límites que seguramente no saldrán en los mapas, pero que cualquiera que ande por ahí o por allá no tendrá problemas en reconocer, en tomar como referencia, u orientación, a veces como identidad, o pertenencia, otras veces como objeto de disputa, pues en ello se juegan la identidad y la pertenencia, pero también la historia. Delimitamos el espacio previamente delimitado con nombres de avenidas o calles, de clubes o sociedades de fomento, de plazas, de instituciones, de nodos de transporte, de ríos, o lagos, o valles, de cortadas, paredones y rotondas. Habría grandes consensos a la hora de fijar estos límites en los mapas, aunque también grandes desacuerdos. En los mejores casos, estos desacuerdos se representan con mapas hechos de superposiciones.
Un mapa de desacuerdos, como en el Midtown, sin que los desacuerdos sean inconsistentes. La inconsistencia es la contradicción entre las partes de un todo. La consistencia ocurre cuando los límites de los barrios se superponen en el mapa sin que contradigan la verosimilitud del todo que da sentido a las partes.
En un capítulo de su libro El coloso de Nueva York (el primero, que hace las veces de introducción, y que se titula no por casualidad “Los límites de la ciudad”), Colson Whitehead insiste en que empezás a construirte tu Nueva York privada la primera vez que ves la ciudad: “Quizás viniste a visitar a un viejo amigo que se había mudado el verano anterior y se creó cierta confusión acerca del punto de encuentro. Saliste a la calle en Penn Station, en pleno ajetreo de la bulliciosa Octava Avenida, y casi te desmayás. Congelá esa imagen: ese instante es la primera piedra en tu ciudad”.
Y un par de páginas después: “Existen ocho millones de ciudades descarnadas en esta ciudad descarnada: polemizan y discuten entre sí. La ciudad de Nueva York en la que vivís no es mi ciudad de Nueva York. ¿Cómo podría serlo? Este lugar se multiplica cuando no mirás. Nos trasladamos de un lado para otro. A lo largo de una vida tantos traslados suman muchos barrios, que conforman el variopinto material de construcción de tu metrópoli de edificación chapucera. Tus quioscos, restaurantes, cines, paradas de metro y barberías favoritos son reemplazados por tus favoritos del siguiente barrio. Al final suman bastantes. Sin darte cuenta, tenés tu propio perfil de la ciudad”.
Los tipos de la pizzería Amadeus arrastraban sus propias ciudades descarnadas. Ocho millones de ciudades en una misma ciudad son muchas ciudades para acomodarlas en el mapa de una única ciudad. Pero, lo dicho: un mapa de desacuerdos es un mapa construido con traslados, ajetreos, desencuentros, edificaciones chapuceras y favoritismos que se reemplazan por nuevos favoritismos. Un mapa cuyo parámetro de medida no es sólo otro mapa, sino lo que uno piensa del mapa, y también la marca que deja la celebridad que pasa con una caja de pizza bajo el brazo, como si fuera un diario, mientras se tapa el rostro con la mano porque esta noche decidió no llevar sostén.
Así entonces
El otro día leí un artículo que me hizo pensar: “Bueno, al final unos cuantos vimos lo mismo”. Lo que vimos —unos cuantos, así que no hay mucho crédito en lo visto— fue un detalle de otro texto. El otro texto es de Lonely Planet, la publicación de viajes. Trataba de Bandung, la ciudad indonesia, capital de Java Occidental. El texto empezaba así: “Bandung es una ciudad de punks y plegarias, religión seria y café serio”.
Bandung es una ciudad de punks, eso había leído en la guía de Lonely Planet. No fui el único. Días atrás, en su sitio web, la Asociación Americana de Antropología publicó un artículo titulado “La resistencia cotidiana de los punks anarquistas en Bandung, Indonesia”. Lo encabeza la cita de Lonely Planet: “Bandung es una ciudad de punks y plegarias”.
Y empieza: “Ya no hay sorpresas ahora que Lonely Planet sabe que Bandung, Indonesia, es un lugar de moda para el punk rock. A lo largo de los años, hablé de mi investigación con diferentes personas de todo el mundo y muchos se sorprenden de que el punk todavía exista. El punk no está muerto; de hecho, está vivo y prosperando en los centros urbanos de Indonesia y lo ha estado durante algún tiempo”.
El autor se llama Steve Moog, un doctorando de antropología de la Universidad de Arkansas. Ya su tesis de maestría, de 2015, recorre algún tópico —estructuralmente— similar: “Mantenete fuerte, mantenete orgullosa: Feminidades alternativas y parias en la comunidad de punk rock de San Diego”. Está bien. Para tesis. No defrauda ni excede el propósito de su existencia: obtener grados académicos, sumarse a una conversación institucionalizada, conseguir un trabajo, o una beca, o quizás hacer algo maravilloso de tu vida, siempre bajo las restricciones y las posibilidades de ciertas normas de producción.
Creo que cualquier tesis, cualquier trabajo académico de esta naturaleza, debe responder tres preguntas: 1) ¿Cuál es el tema? 2) ¿Cuál es el estado actual del tema? 3) ¿Cuál es tu aporte al tema? Si podés responder estas preguntas sin dar muchas vueltas y sin ponerte colorado, ya tenés un pie adentro. Que siempre es mejor que tener los dos afuera.
Hay mucha gente mirando la escena punk de Indonesia en general y la de Bandung en particular. Tanto que podría parafrasearse: ya no hay sorpresas ahora que Lonely Planet sabe que Bandung, Indonesia, es un lugar de moda para hacer tus estudios universitarios sobre punk rock. Y tampoco tan de moda. Hace al menos veinte años que en los hoyos punks indonesios se ven antropólogos con sombreritos y pantaloncitos de antropólogos. Quizás con cantimploras. Y binoculares.
Si les interesa el tema, pueden empezar con los trabajos de Sean Martin-Iverson, de la Universidad de Western Australia: acá tienen tesis, capítulos de libros, artículos y demás. También pueden revisar los trabajos de Frans Prasetyo, de la Universidad de Toronto: acá también hay monografías, capítulos de libros, artículos y demás. El resto lo encuentran por su cuenta: DIY, etc.
Y por fin
Aviso parroquial, ya que estamos en plan punk. El año pasado publiqué un libro sobre música punk. O mejor, ya que estamos en plan punk pero también en un mundo pandémico, un libro sobre la creación permanente de nuevas normalidades que sustituyen, afirman o glosan a las normalidades previas. Se titula Nosotros, los normales, y forma parte de la colección de ensayos de IndieLibros. Pueden comprarlo acá en BajaLibros. Y acá pueden leer la introducción. Y también lo vi dando vueltas en algunos drives comunitarios, así que seguro lo encuentran por ahí y lo bajan en un clic pirata.
Si no se suscribieron al newsletter y quieren hacerlo, genial, hay un botón que cumple dicha función. Si quieren compartir el texto con alguien más, también hay un botón más abajo. Ambos funcionan. También pueden revisar el archivo. Ya hay algunos brotes verdes.
Y si llegaron hasta acá, gracias por su interés y por su tiempo.
PD: acerca de las ilustraciones
La primera foto es de la Octava Avenida (espero haberlos convencido de que es un barrio); la saqué desde un primer piso y me gustan las gotitas de lluvia sobre el vidrio. A Lady Gaga la fotografió gente con ganas de fotografiar señoritas desnudas con cajas de pizza, lo cual, convengamos, no es algo que veas todos los días; una es de Getty, la otra no sé, pero en fin: buen trabajo. Luego sigue el mapa de los barrios de Manhattan. Los barrios están dibujados sobre un mapa de dominio público de la década de 1920 de la Universidad de Texas; lo dibujó alguien cuyo seudónimo es Roke, en 2006, así que tiene una quincena de años de desactualizado (como ven, no sale el barrio Octava Avenida). Luego está la foto de Amadeus, que es mía, y que es mala, pero capta la idea de mirar la vereda del frente, de un barrio a otro barrio. La foto de los punks de Indonesia la encontré por ahí. Ni idea de la autoría, así que perdón y gracias. Y por último, el viejo matadero de la ciudad de Azul, en la provincia de Buenos Aires. La tomé hace una década, más o menos, supongo que haciendo lo que más me gusta hacer en Azul: andar en bicicleta y sacar fotos.