Un mundo mejor
Hace unos años el historiador bengalí Dipesh Chakrabarty me contó una buena anécdota. Dijo que en la década de 1930 un historiador de la Universidad de Chicago le escribió una carta al presidente de los estudios Metro Goldwyn Mayer; le exigió que si pensaban hacer películas históricas, que las hicieran bien y que para eso llamaran a un historiador.
―¿Y lo llamaron?
―Obviamente no.
Existe un malentendido que asocia, y a veces desasocia, al cine con algo que suele denominarse “verdad”, “realidad”, “hechos”, “historia”. Por supuesto, el éxtasis llega con la advertencia inicial: “Esta película está basada en hechos reales”. ¿Y qué es un hecho real? ¿Puede haber un hecho que no sea real? ¿Qué operaciones retóricas supone la transposición de soporte del verbo “basar”? Es la clase de preguntas que deben evitarse a la hora de mirar una película.
El cine no guarda relación con la verdad, ni con la realidad, ni con la historia, cualquier cosa que sean la verdad y la realidad y la historia; lo que sostiene el efecto de sentido del cine (lo que hace que el espectador pueda sentarse dos horas frente a una pantalla y llegar a creerse lo que le cuentan; lo que hace que algo pueda ser contado) es lo verosímil. La definición le debe menos a Aristóteles que al teórico Christian Metz: verosímil es aquello conforme a las reglas de un género establecido. Por eso la condición de existencia de una película son otras películas. Son discursos previos y metadiscursos los que definen el verosímil de un género cinematográfico. Acotan no sólo lo dicho sino también los modos del decir.
Pueden seguirse algunas definiciones del semiólogo Oscar Steimberg. Los géneros son conjuntos de objetos culturales de un mismo tipo que presentan diferencias sistemáticas entre sí y que en su recurrencia histórica instituyen condiciones de previsibilidad en su desempeño semiótico y social. Se trata de discursos agrupados por medio de acuerdos sociales, un conjunto de reglas con las que una sociedad clasifica sus artefactos; las regularidades retóricas, temáticas y enunciativas determinan sus márgenes de previsibilidad discursiva.
Aquí es donde la relación con lo verosímil se acentúa: el verosímil se presenta siempre como una restricción de lo posible. Una película, como ocurre con todas las artes representativas y con todas las baratijas de mercado, no representa todo lo posible, todos los posibles, sino sólo los posibles verosímiles.
Hablar de lo verosímil es entonces entrar en la arena de lo convenido, lo acordado, el producto cerrado que afirma lo que el discurso previo ya asevera y, a su vez, que condiciona los discursos subsiguientes: la obra que “no enriquece con ningún posible suplementario el ‘corpus’ formado por las obras anteriores de la misma civilización y del mismo género: lo verosímil es la reiteración del discurso”, escribió Metz en “El decir y lo dicho en el cine”.
Puede caerse en la trampa o puede esquivársela de dos maneras: por el frente o por atrás. Se escapa del verosímil al asumir las convenciones del género y colocarlas en primer plano, al enfocarlas hasta que se vean las costuras y los hilos, al ofrecer el producto como una mercancía elaborada bajo presupuestos reglamentados por un género en particular; al producir, como escribió Susan Sontag en Contra la interpretación, “obras de arte cuya superficie sea tan unificada y límpida, cuyo momentum sea tan fulgurante, cuyo mensaje sea tan directo, que la obra pueda ser... lo que es”. También se escapa del verosímil al romperlo todo y armarlo otra vez, al ofrecer objetos culturales que, aún enmarcados en un lenguaje determinado de un género determinado de un soporte determinado de una sociedad determinada de una época determinada, se presentan como nuevos, como productores de discursividades novedosas. En la práctica nunca es tan así, ni para un lado ni para el otro. Las rupturas no son totales ni las reglas se siguen al pie de la letra. Si así fuera, las películas serían incomprensibles o simples bodrios.
¿Qué estaba demandando el historiador de la Universidad de Chicago del que hablaba Chakrabarty al exigir que las películas se hicieran bien? Que había una realidad histórica que debía respetarse, recrearse, reproducirse de manera correcta. Eso era retórica antigua: lo “real” como parte de la historia, lo verosímil como parte del relato. En sus Ensayos sobre la significación del cine, Metz, quien medio siglo más tarde intentaba darles sentido a las cavilaciones políticas y estéticas del director Serguéi Eisenstein, recordó que en el cine no existen objetos modelos; que “lo que constituye un objeto-modelo es el objeto construido; el objeto natural no tiene más remedio que atenerse a las consecuencias”.
Hay una bella afirmación que se le atribuye a Arnold Schönberg en su papel no de compositor sino de pintor: uno pinta un cuadro, no lo que el cuadro representa. Y se filma una película, no lo que la película representa. Luego, como escribió Metz, aquello que la película representa debe atenerse a las consecuencias.
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La escena inicial es perfecta. Un gran plano general de un paisaje de sabana. El cielo ocupa tres cuartas partes de la pantalla. Hay mucho viento, levanta el polvo, se conjuga con sonidos musicales dominados por algún idiófono, posiblemente calimbas. El siguiente es un plano de distancia focal y campo visual medios: una mujer, negra, de espaldas. Lleva ropa colorida y el pelo recogido con un tocado. Delante de ella se alcanzan a ver unos asentamientos precarios formados por tiendas de campaña. Luego se observan otros negros que merodean el campamento. Se cubren del viento, deambulan, miran la nada. Un tipo pasa en bicicleta. Unos chicos se arrastran por la tierra. El continente africano tiene una superficie de 30.272.922 km² y lo habitan mil trescientos millones de personas. Sin embargo, alcanza con un par de índices para que los reenvíos metonímicos prueben la eficacia de las sinécdoques: negros, polvo, ropa colorida, sabana, campo de refugiados, África. El verosímil cinematográfico respecto a África funciona de maravillas. Sólo faltan los niños negros que corren detrás del jeep del misionero blanco.
Que es lo que viene a continuación, sólo que en vez de un jeep hay una camioneta. En la parte trasera viajan ocho personas, cuatro hombres y cuatro mujeres. Los uniformes indican que son médicos o enfermeros, profesionales de la salud. De esas ocho personas, sólo un hombre es blanco. La atención se centra en él; el resto es género, iconografía, África. Pasaron unos pocos segundos y el espectador ya entiende la situación: hombre blanco bienintencionado entre africanos desesperanzados. Una persona, un individuo específico de la especie humana, con una historia y una trayectoria, capaz de crear su propia subjetividad; frente a él, mil trescientos millones de seres humanos, género, iconografía, África.
La camioneta avanza y los niños corren detrás. El hombre blanco viaja junto a la puerta trasera. Mira a los niños con una sonrisa bobalicona, imbuida de iguales dosis de condescendencia y paternalismo. La camioneta se detiene y el hombre blanco arroja una pelota de fútbol al aire, hacia donde están los niños. El balón vuela en cámara lenta mientras las kalimbas se integran con una orquesta de cuerdas y algo de percusión. El vehículo arranca, el hombre todavía sonríe, saluda con la mano. Los niños recogen la pelota y empiezan a jugar. Ninguno se pelea por quedársela, nadie se tironea, no pegan codazos ni se revuelcan por el suelo con los dientes apretados; no tienen conflictos ni tensiones; son una totalidad orgánica y funcional. El hombre baja de la camioneta y se detiene a mirar a los niños, al paisaje, al continente; acaso, a la otra cultura, a la otra mitad del mundo. Su mirada es clara y despejada. Está imbuida de nobles propósitos. Le sigue otro plano del paisaje devenido en convención histórica y geográfica, el espacio pensado en relación al medio físico, la sociedad pensada en relación al espacio, la cultura pensada en relación a la sociedad: un espacio determina una sociedad que determina una cultura. Sobre este malentendido fundacional se imprime el título de la película, Hævnen, con las calimbas ya sometidas a una armonía de música de tradición escrita y europea.
A partir de entonces, se pone todavía peor.
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La película danesa Hævnen se estrenó en agosto de 2010. Anders Thomas Jensen escribió el guion junto a la directora Susanne Bier. En 2011 la película ganó los premios Oscar y Globo de Oro en el rubro Mejor película en idioma extranjero. Películas anteriores de Bier habían sido candidateadas y premiadas en diferentes festivales internacionales (ya había sido nominada al Oscar en 2006 por Efter brylluppet, Después de la boda; el guionista Jensen lo ganó en 1998 por el cortometraje Valgaften, que también dirigió). En Dinamarca, sin embargo, muchas veces se le ha criticado a Bier que sus películas están demasiado atadas a las fórmulas del cine mainstream de Estados Unidos. Quizás Bier les haya dado algo de razón al dirigir películas posteriores como Bird Box, en 2018, o la serie The Undoing, en 2020. O quizás no les haya dado ninguna razón. Lo concreto es que, a pesar de haber ganado el Oscar a mejor película extranjera, como se decía antaño, Hævnen no estuvo entre las cinco nominadas para el Robert, el premio que distingue a las producciones fílmicas de Dinamarca. Demasiado hollywoodense, demasiado comercial. Que también podía traducirse como: ninguna voluntad de escapar al verosímil de género. En cualquier caso, era una discusión de entrecasa. Una reyerta doméstica. No conducía a ningún lado.
Excepto al rubro “Mejor película en idioma extranjero”, que es como se llamó hasta 2020, y durante casi setenta años, al rubro “Mejor película internacional”. Hævnen (venganza) se estrenó en inglés con el título de In a Better World. En la mayor parte de los circuitos internacionales se siguió la denominación inglesa y la venganza se perdió en la traducción: In un mondo migliore, en italiano; In einer besseren Welt, en alemán; y en español se conoció como En un mundo mejor.
“La globalización se declina, preferentemente, en inglés ―escribió Renato Ortiz en 2009―. Digo preferentemente porque la presencia de otros idiomas es constitutiva de nuestra contemporaneidad; no obstante, una sola lengua, entre tantas, ostenta una posición privilegiada”. Es sugestivo que la principal industria cinematográfica del planeta, que a su vez es una de las principales industrias culturales del planeta, que penetra y redefine las concepciones del mundo y de la posición que uno ocupa en él, precise lo propio y lo ajeno, el cine y el otro cine, a través del idioma. El elemento “extranjero” no se encuentra en la película sino en el idioma de la película. Quiere decir que la gramática cinematográfica es sólo una, que las previsibilidades del género sobrepasan las contingencias de los límites de los estados-nación y de sus industrias culturales. Las películas del Reino Unido, por ejemplo, sólo se consideran extranjeras cuando el idioma es el galés.
Estas demarcaciones favorecen la gestación de representaciones si no mundiales sí bien extendidas, aceptadas como válidas, luego naturalizadas, que permiten constituir universales legítimos acerca de la posición que ocupa el sujeto enunciador respecto a los centros y las periferias. Ciertos gestos, ciertos sucesos, ciertas palabras y ciertas imágenes se conjugan con ciertos valores y ciertas ideologías, y constituyen formas narrativas cuyas convenciones se asumen como sentido común, como actos cotidianos familiares. Olvidar que existe una relación entre la sonrisa bobalicona del tipo blanco de Hævnen y todas las veces en que tu madre te dijo que te acabaras la sopa porque en África los chicos se mueren de hambre significa no entender cómo funciona la historia, o qué clase de cultura se fabrica en ese espacio al que Mary Louise Pratt llamó “zona de contactos”: “Espacios sociales donde las culturas dispares se encuentran, chocan y se enfrentan, a menudo dentro de relaciones altamente asimétricas de dominación y subordinación”.
Un campo de refugiados es una zona de contactos, pero también lo es una pantalla de cine. El escritor John Berger creía que el cine es el arte narrativo propio del siglo XX porque ninguna otra forma de expresión captó mejor la característica de ese siglo, que es el movimiento y el desplazamiento, los viajes forzados, los refugiados de guerras y hambrunas: “El siglo en que miles de personas han visto a otras personas muy próximas desaparecer en el horizonte, sin poder evitarlo”, escribió en Cada vez que decimos adiós.
África, en la representación de Hævnen, es una construcción política antes que geográfica. También es una entelequia del lenguaje: aunque se la podría situar en un mapa, uno no sería capaz de encontrar esa zona de contactos en ninguna parte excepto en una pantalla.
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El hombre blanco es un médico sueco llamado Anton. Tiene poco menos de cincuenta años, se lo ve sudoroso, con barba, la remera blanca empieza a ensuciarse. Está interpretado por el actor Mikael Persbrandt y para los enterados, más bien escasos en el mercado internacional espoleado por los premios Oscar y Globo de Oro, resulta incómodo verlo ensayar esas caras de santurrón bienintencionado. Persbrandt suele interpretar papeles de matón y hace veinte años que es la cara de Gunvald Larsson en los telefilmes de la saga policial Martin Beck. Cuando no hace de tipo duro se está peleando con paparazis o pasa la noche en prisión por tenencia de drogas. Pero ahora es el santurrón Anton y hay que ver sus buenas intenciones.
Atiende a los enfermos del campamento. Les habla en inglés y lo traducen al árabe. Uno tiene que entender que el lugar es Sudán porque los metatextos (las sinopsis, las críticas, las entrevistas) aseguran que se trata de Sudán, aunque esas escenas hayan sido filmadas en Kenia y nada en la película sugiera una ubicación específica. Sólo es África, cualquier lugar que el verosímil cinematográfico haya reservado para África: refugiados, gente mutilada, viejas llenas de polvo, paramilitares con fusiles AK-47 y gafas oscuras, negros sin rostro que pivotean alrededor del hombre blanco, la presencia simultánea de personas, prácticas, lenguas y culturas en un tejido de relaciones de poder asimétricas.
Queda tiempo para atender a dos pacientes más de la larga fila de espera; Anton pide atender a cuatro. Le traen a una chica moribunda en una carretilla. Está maltrecha, mutilada por el caudillo militar local, Big Man, que cercena a las jovencitas por diversión o simplemente porque puede hacerlo. Anton la opera y logra salvarla. Termina la jornada y su remera blanca está manchada de sangre. Se sube a la camioneta y se marcha del campamento. Los niños negros corren detrás del vehículo. El médico sonríe y saluda con su mano izquierda, acaso para que los espectadores puedan ver su anillo de casado.
El anillo empuja al espectador hacia los problemas que lo inquietan en su seguro hogar europeo. África desaparece y empieza la película.
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Nigel Barley escribió en 1983 en El antropólogo inocente: “El hecho de haber realizado trabajo de campo es como una licencia para ponerse pesado. Amigos y parientes sufren una tremenda desilusión si cualquier tema, desde cómo se lava la ropa a cómo debe tratarse un resfriado común, no se acompaña con una salsa de reminiscencias etnográficas”. Barley hizo trabajo de campo en África (“la antropología africana ―dijo― debe ser una de las pocas áreas donde la ramplonería llega a ser considerada un mérito”). El libro está dedicado “al jeep”.
Un mérito de Hævnen es haber utilizado todos los clichés y todos los lugares comunes de los dramones familiares, escolares, domésticos, comunales y conyugales para articular un centro de enunciación blanco, europeo, occidental y urbano. Es difícil ponerlos todos en una misma película, y sin embargo, sus realizadores lo lograron y la industria hollywoodense reconoció la proeza con los consabidos galardones. El relato se sitúa en alguna pequeña ciudad danesa de provincia que tampoco se identifica; allí el viento no levanta el polvo como en África sino que hace girar sofisticados molinos. Aunque esta ciudad de provincia modula toda la deixis de referencia, el aquí-y-ahora del filme, los realizadores acompañaron el relato con una salsa de reminiscencias etnográficas africanas. Ese agregado gratuito le permite a la película ponerse pesada. Obtiene una dispensa, una autorización, como si una vocecita molesta hubiera susurrado en el oído de los realizadores: bien, si quieren contar una historia acerca de los problemas de unos acomodados burgueses europeos, que bien podrían ser los protagonistas del “Safe European Home” de The Clash (“un testamento salvaje e irónico del modo en que el intento de escaparse de la propia cultura lleva inevitablemente a ser arrojado de vuelta en ella”, la describió Greil Marcus), deberán insertar una historia paralela e innecesaria acerca de las aguas residuales del reino.
Entonces el burgués europeo de la canción de The Clash tiene su consultorio médico en África en lugar de tenerlo en Copenhague, en Estocolmo o a la vuelta de su domicilio.
La narración principal puede dejarse de lado; o al menos prefiero dejarla de lado. Hay que centrarse en África y recordar que eso no es África, sino una película, que se mira una película y no lo que la película representa, pero que estas representaciones tienen consecuencias en el “objeto natural”. Que las relaciones de desigualdad y exclusión no existen sólo en un campo de refugiados sino en la manera en que un campo de refugiados se representa en un artefacto cultural producido y consumido según ciertas condiciones y no otras. Que el verosímil supone también estrategias para construir realismo (es decir, construir ficciones culturales realistas, que es un estilo, no un género, y por eso atraviesa diferentes conjuntos de artefactos humanos), y que estas estrategias permiten adscribir la obra en una tradición y no en otra, en una contemporaneidad específica: cámara al hombro, edición elíptica en un solo plano, desprolijidad vinculada al registro documental o periodístico de la primera década del siglo XXI. Que hay dos formas de escaparse del verosímil de género y que Hævnen no elige ninguna forma: Hævnen elige no escaparse.
Cuando se leen algunas etnografías francesas realizadas en África en la primera mitad del siglo XX (cuando se leen El África fantasmal de Michel Leiris o Dios de agua de Marcel Griaule, pero también cuando se leen novelas como El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad), resulta imposible pasar por alto la violencia con la que el texto pretende romper con las convenciones coloniales que subyacen en la relación entre blancos y negros, entre civilizados y salvajes, entre aquellos que tienen el poder de inscribir trayectorias y aquellos que no lo tienen: la violencia con la que el texto lidia con sus propios verosímiles, y al hacerlo, regresa a la inevitable pregunta de si un europeo en África debe evitar, o no, los pasados reservados para él. El médico de Hævnen no los evita, al igual que la película misma no los evita. Ni siquiera se plantea la posibilidad.
La situación poscolonial ―todos los roles que el pasado colonial tiene reservados para “el Hombre Blanco”, “el Europeo”, “el Extranjero”, “el Viajero”, “el Nazareno”, como Griaule se llamaba a sí mismo en sus trabajos etnográficos― no incomoda a Anton. No se siente fuera de lugar, al igual que tampoco la película parece sentirse fuera de lugar al insertar su salsa de reminiscencias etnográficas africanas. El médico sueco es alguien que conoce África y que además sabe qué es bueno para África; o de otro modo, es alguien que cree conocer África y que cree saber qué es bueno para África. Los chicos que juegan a la pelota son buenos, los caudillos paramilitares son malos, entonces el hombre blanco tiene un derecho heredado que lo obliga a preservar lo que debe ser preservado y a deshacerse de lo que no: valores, instituciones, sistemas, personas.
El caudillo llega al campamento. Viaja en la parte trasera de una camioneta, lo rodean hombres de gafas oscuras y AK-47. Le pregunta al médico si puede curarle una pierna lastimada y llena de gusanos. El médico dice que sí, pero que en el campamento no se permiten armas.
―¡Yo decido eso! ―grita Big Man.
―No ―le responde el médico, como si fuese lo más obvio del mundo―. Lo decido yo.
En ese momento la dramaturgia de la película se completa. Quien habla no es un médico blanco en África. Tampoco es un actor que interpreta a un médico blanco en África. Quien habla es la película misma. Y lo que se oye es el modo en que la ficción de un sujeto y la ficción de una cultura asumen todas las restricciones políticas y epistemológicas del poscolonialismo. Todas las desigualdades de poder estructural están contenidas en ese “no”, que a la sazón es más violento que lo que ocurre después, cuando el médico europeo blanco se cansa del caudillo africano negro, lo saca a la rastra del campamento y se lo entrega a los familiares de sus víctimas para que lo maten a palazos, porque luego de ese “no” todos los personajes, actores, espectadores, críticos, analistas, realizadores y quienes premian películas, ocupan el lugar que les corresponde, el papel que les resulta propio y en el cual se sienten cómodos.
Después el relato se desentiende de África y regresa a Dinamarca, en busca de todos sus finales felices.
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El historiador Chakrabarty no sólo se dedica a contar buenas anécdotas sobre el viejo Hollywood. En Provincializing Europe, su libro de 2000, escribió: “Provincializing Europe no es un libro acerca de la región del mundo a la que llamamos ‘Europa’. Esa Europa, podría decir uno, ya ha sido provincializada por la historia misma”. Explicó que por su formación es un historiador de Asia del Sur y que la Europa que pretendía provincializar es la imagen que permanece taquigrafiada en algunos hábitos de la vida cotidiana de esa subregión asiática.
Esa imagen de Europa también está taquigrafiada en muchas otras regiones del planeta todavía atadas a los legados coloniales; en el modo en que intervienen en la vida pública y privada; en la posición de las personas en el mundo y en lo que tienen autorizado pensar, sentir, creer o imaginar: los familiares de las víctimas africanas sólo pueden linchar al caudillo Big Man cuando el hombre blanco europeo se los permite.
Pero en realidad no hay ningún muerto. El caudillo muere, luego el actor se levanta y se sacude el polvo. Es una película adscripta a un género cuyo verosímil resulta reconocible, una ficción política y cultural, una mercancía lanzada al mercado para hacer dinero. Las imágenes de “África” que produce son poderosas, sacuden las comillas, y aquello que la película representa no tiene más opción que atenerse a las consecuencias de la representación.
Así entonces
A propósito de películas, en estos días se estrenó Wonder Woman 1984, de Patty Jenkins. No es una buena película. No es un buen entretenimiento, quiero decir. La anterior, Wonder Woman, de 2017, sí lo es. En una crítica del New York Times se lee: “Hay un artefacto místico; un malhechor que busca dominar el mundo (bonus: es un mal padre); y una de esas alhelíes de los cómics que se transforma en una supervillana sexy, ya sabés, lo de siempre. Es un montón de falta de originalidad, pero las partes trilladas no son las que hunden a Wonder Woman 1984. La familiaridad, después de todo, es una de las bases (y placeres) de los géneros cinematográficos y las franquicias”.
Me gustó encontrar que, luego de toda la balandronada anterior sobre los verosímiles, simplemente pueda decirse que la familiaridad es una de las bases, y los placeres, de los géneros. Es cierto. Y está dicho sin vueltas.
Destaco una toma. Kristen Wiig, ya próxima a convertirse en un personaje de Cats, camina por Washington. El año es 1984. En una pared, a su espalda, se ve un afiche que anuncia un concierto de Minor Threat. También tocan Hated Youth y Roach Motel. El concierto fue el viernes 18 de marzo de 1983 en Gainesville, Florida. Es decir, un año antes y mil doscientos kilómetros al sur de la calle en la que camina Kristen Wiig. Fue en el American Legion Hall, como bien anuncia el afiche, donde en 1990 Fugazi grabó uno de los conciertos que se publicarían en Fugazi Live Series de 2005. El cantante de Fugazi era Ian MacKaye; antes había sido el cantante de Minor Threat. Hasta 1983, cuando el grupo se disolvió, un año antes de que Kristen Wiig saliera a dar un paseo.
El aviso del concierto de Minor Threat podría estar en esa pared de Washington de 1984 por varias razones. Es del año anterior, pero los carteles quedan, como las pintadas políticas y las declaraciones de amor, nadie se molesta en quitarlos una vez que expiró su uso. Los mil doscientos kilómetros podrían deberse a cuestiones tácticas. Minor Threat era un grupo de Washington, así que pusieron el aviso por si alguien quería viajar hasta Florida para verlos. O quizás como constancia de que tocarían, o que tocaron, en Gainesville. Quizás les sobró alguno y en lugar de tirarlo a la basura lo pegaron en esa pared. Quizás como suvenir. Una estrategia de prensa.
Pero el cartel está allí y funciona. No hay que reclamar, como ese historiador de la Universidad de Chicago de la década de 1930 del que hablaba Dipesh Chakrabarty, que si van a hacer películas con afiches de conciertos de Minor Threat llamen a un historiador de la música, o por lo menos a algún integrante de Minor Threat. El objetivo en la película, seguramente, es expresar alguna idea de época. Y esta época no es “1984”, sino “los años ochenta”. La música hardcore de la costa este de los años ochenta tuvo su sede, o una de sus sedes, en Washington. La referencia expresa —digamos— este verosímil de época. Al igual que los autos y los peinados y los electrodomésticos y las vestimentas y los videojuegos. No tiene que encajar con la historia. Tiene que encajar con el verosímil que permite hacer familiar la historia. Porque uno mira una película, no lo que la película representa.
Y por fin
Aviso parroquial. Dejo una reseña sobre un libro interesante: Un horizonte vertical: Paisaje urbano de Buenos Aires (1910-1936), de Catalina Fara, publicado por editorial Ampersand. El trabajo analiza la cultura visual del cuarto de siglo que va entre 1910 y 1936, entre las celebraciones por el primer centenario de la Revolución de Mayo y las celebraciones por el cuarto centenario de la fundación de Buenos Aires. El periodo conjugó dos proyectos para la ciudad: como capital de la nación y como urbe metropolitana moderna. Dos proyectos, uno nacionalista y tradicional, otro cosmopolita y moderno, no siempre capaces de coexistir de manera armónica. La conjugación en presente es adrede.
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Y si llegaron hasta acá, gracias por su interés y por su tiempo.
Feliz año nuevo y buena suerte.